domingo, 5 de octubre de 2008

Capítulo tres

Cuando desperté aún sentía ese olor de flores venenosas, pero ya no tenían ese efecto de confusión y podía pensar con claridad.
Miré a mí alrededor y vi un gran grupo de humanos. Eran de tez morena (muy contrastante con mi piel pálida), mazo menos de mi misma altura (la de la forma humana) y muy musculosos. A simple vista, nadie parecía interesado en mí, pero yo percibía esas rápidas miradas llenas de temor y curiosidad, sobre todo en los más pequeños, que buscaban hacer cualquier tarea cerca de mí. Las mujeres, con la cabeza siempre gacha, controlaban a sus pequeños y observaban que no se desataran las cuerdas con las que me habían amarrado a un árbol. No muy lejos había varios caballos que relinchaban aterrados ante mi olor de peligroso depredador, pero nada podían hacer; ellos también estaban atados.
Muchos de los humanos, por no decir casi todos, llevaban un enorme manto, del que pude distinguir, la piel de nutria con que estaba hecho.
No entendí por qué lo llevaban, hacían que sus movimientos fueran menos ágiles y muy pesados.
Seguí observándolos hasta detenerme en una mujer que hacía presión sobre una estaca para clavarla en el suelo; la mujer era muy mayor y le costaba hundirla, pero no parecía dispuesta a pedir ayuda. Tenía en la mano varios cueros de animales y algunas estacas más. Supuse que estaba construyendo su casa, una igual a las cinco o más que había allí, que daban la sensación de que en cualquier momento se derrumbarían.
La mayor parte de los hombres parecían estar concentrados en pintar sus cuerpos y afilar sus armas, quizás iban a salir de caza, pero no parecía una simple casería, se les notaba su nerviosismo.
Y así, atado al tronco de un árbol, los hubiera seguido mirando fascinado, ya que nunca había estado tan cerca de los humanos, por lo menos desde hacía diez años, cuando mi madre aún vivía.
Un ruido ensordecedor se oyó y todos dejaron de hacer sus actividades, todos miraban expectantes el bosque. Varios hombres tomaron sus arcos y flechas, otros tomaron unos instrumentos que tenían dos o tres piedras casi esféricas unidas por una tira de cuero, más tarde supe que eran las famosas “boleadoras” de las que tanto oiría hablar de boca de los españoles.
Pasaron a penas unos minutos antes de que un humano saliera de la espesa vegetación dando gritos en un dialecto incomprensible y cayera al piso herido de muerte. Al principio no lo había notado, pero muy pronto me percaté de que su manto estaba cubierto de sangre proveniente del pecho.
El aire se impregnó de su olor, un olor exquisito, dulce. La atracción fue tal que por poco no rompía mis ligaduras y me echaba sobre el muerto. En ese momento me di cuenta que no había comido nada desde hacía dos días y fui conciente de mi estómago que rugía voraz ante el aroma. Aunque este no era solo de la carne del hombre, había otro olor, uno que no conocía.
Dos mujeres comenzaron a llorar por lo bajo. Apenas le prestaron atención, todo el mundo se puso en movimiento. Las mujeres llamaron a sus hijos, mientras desarmaban velozmente sus viviendas, la hacían un bollo y se la cargaban al hombro. Ahora entendía el sentido de que no estuvieran tan bien sujetas al piso. Los hombres cargaron con el resto de las cosas y montaron en sus caballos, menos dos, que se apresuraron a agarrar al muerto y llevárselo con ellos.
Y mientras todos huían despavoridos llevando todo lo que podían a sus espaldas, yo seguía sentado al lado del árbol, observando lo que pasaba. No entendía nada y menos entendí cuando otro grupo de hombres se paró en donde minutos antes habían estado los otros.
-¡Ahí hay uno de los nuestros!- gritó un humano señalándome.
Eran muy diferentes, estos eran un poco más altos, de piel muchísimo más pálida (aunque no llegaba a la blancura de la mía) y cubiertos de una tela que no pude identificarla. Su vestimenta cubría todas sus extremidades; no como los mantos de piel de nutria que había visto. Iban armados con una especie de caño largo y hueco por dentro.
-Ustedes sigan por ahí y alcancen a esos apestosos indios y ustedes liberen al muchacho- dijo uno del grupo, el cual portaba unas ropas más llamativas que los demás. Parecía ser el jefe.
Los hombres que fueron señalados enseguida se pusieron en movimiento.
Dos hombres se me acercaron y cortaron las cuerdas con un metal unido a un trozo de madera.
-¿Cómo te llamas, chico?
Sabía que me estaba hablando, pero no tenía la menor idea de lo que había dicho.
-¿Cómo te llamas?- repitió
Sin siquiera pensarlo le dije que no le entendía, y, por supuesto, el tampoco me entendió a mí.
-¿Cómo dijo que se llamaba?- preguntó incrédulo a su compañero.
- Creo que no dijo su nombre exactamente...
-¿Qué sucede?- dijo otro de los humanos mientras se acercaba. Ese era un poco más alto que los otros dos, tenía una pequeña barba y sus ojos color de almendras denotaban su curiosidad.
- Creo que no habla nuestro idioma, a ver si tú le entiendes Rodrigo.
Por la entonación, deduje que aquel hombre respondía al nombre de “Rodrigo”.
- ¿De dónde vienes? – me preguntó, pero no hizo falta que contestara para darse cuenta de que no le comprendía.
-Llevémoslo, después veremos qué haremos con él.
Cuando me ayudaron a pararme un fuerte dolor se apoderó de mi cuerpo. Enseguida supe por qué. Mis brazos, piernas y pecho tenían miles de profundos rasguños y marcas de afilados dientes, pero eso no fue nada comparado con esa aguda punzada en la espalda, que me obligó a caer de rodillas al suelo.
-¿Pero qué…?
Los hombres se quedaron mudos, observándome, observando una enorme herida que iba desde mi hombro derecho hasta el lado izquierdo de mi cadera.
-¡Llevémoslo al médico!- gritó Rodrigo, mientras se arrodillaba a mi lado y me examinaba.
-¡Oh, Dios! ¿Cómo pueden hacer esto los indios?
Otro hombre vino presuroso.
“¿Cuántos son? Parecen salir de la tierra como si nada” pensaba yo. Ya deben imaginarse la sorpresa que me di cuando conocí Buenos Aires.
Los dos hombres más cercanos, entre ellos Rodrigo, me sujetaron por los brazos y me llevaron casi a arrastras hacia otro lugar, muy parecido al campamento de “losindios” (como creí que llamaban a los otros seres humanos), pero hecho con otros materiales que no supe reconocer.
Me metieron en una de esas pequeñas viviendas, donde había otra persona con un uniforme completamente diferente al resto. Estaba vestido de blanco en vez de con los colores oscuros que utilizaban el resto.
Rodrigo le dio una serie de instrucciones y salió.
Quedé solo con el humano de blanco, quien empezó a tratar mis heridas. Una vez que hubo terminado se marchó sin siquiera dirigirme la palabra.
¿Qué hacer? Los humanos no parecían querer lastimarme, es más, incluso estaban curando mis heridas... Una idea pasó por mi mente.
¿Y si les seguía la corriente y me hacía pasar por uno de ellos?
Una parte de mí decía que era una locura, que me descubrirían y matarían. Aún así me contesté “¿y? ¿A quién le importaba si moría? Mi vida ya no tenía sentido ¿Qué tenía de malo darme alguna última aventura antes de morir?”
Una sonrisa curvó mis labios. Sí, estaba decidido, me haría pasar por uno de ellos.

2 comentarios:

Fbio dijo...

se nota como con el pasar de estos post estas mejorando la manera en que escribes, el 3 capitulo de tu historia me atrapo mas, sigue asi diana.
cuanto mas tendre que esperar para el otro capitulo?

cdt
besos

L.D Briceño dijo...

Hola...
Podría decirse que de nuevo el mar de letra y escritura nos llevó a encontrarno, casi un mes desde que nos conocimos por este medio y creo que algo nos ha hecho afinazar lazos, es leernos, porque sólo de ese modo se conoce, viendo en las personas...

Me encanto tu historia y ancio continuar con esta fraternidad esperandote, y Avisandote el nuevo cuento de este mes (octubre)...
Chao un besos!...

"El arte des escribir no da miseria, nace de la miseria"