viernes, 12 de marzo de 2010

Capítulo ocho

Esa noche fue la primera, después de tanto tiempo, que no había tenido pesadillas. Cuando desperté a penas podía creerlo. Fue tanta mi alegría y sorpresa que no pude contener una pequeña risita.

Estaba en “mi” habitación, idea que no terminaba de acostumbrarme. Me senté en la cama, con cuidado de las heridas a penas cicatrizadas. Ya no me dolían tanto, a excepción de una larga y profunda que recorría toda mi espalda, la que me había hecho Omiro.

Sin pensarlo demasiado me dirigí a la sala principal. Antes de llegar pude escuchar la voz entusiasmada de Rodrigo.

-¡Será espléndido! ¡Será el primer premio nacional! ¡Hasta asistirá Julio Roca a esta carrera!

- ¿carrera?- pregunté al entrar en la sala.

- ¡Ahí estás! Sí, querido amigo, asistirás a una carrera sumamente importante, ya lo verás.

-¿Qué es una carrera?

- Ya lo verás, te gustará. Todos los fines de semana se corren carreras en el hipódromo, y hoy, 5 de octubre ¡será la más importante!

Asentí, curioso del motivo que lo alegraba tanto. Me senté en el mullido sillón y contemplé la espaciosa sala, de techo alto y con varios muebles de madera tallados cuidadosamente formando curvas y espirales. Sobre todo una repisa cuyos bordes terminaban en varias capas que se retorcían hacia adentro como un remolino.

Pero lo más hermoso de la sala era una lámpara grande que colgaba del techo a la que le llamaban “araña”. Era dorada y tenía en cada lugar donde se ubicaban las lámparas figuras muy semejantes a la de la repisa.

-¿Es linda no? Era de mis abuelos- dijo Inés, que estaba sentada al lado mío- ¿Tu… tienes abuelos?

- Sí, pero se fueron cuando yo era chico

-¿Por qué se fueron?

- No lo sé, quizás porque no podían soportar tanta vergüenza.

Esa respuesta pareció desconcertar a Inés, pero no logró decir más nada. El alboroto de Rodrigo nos interrumpió. Estaba impaciente por llegar al hipódromo de Palermo.

Cuando llegamos, lo primero que vi fue una gran multitud de gente. Tardé mucho en registrar el enorme edificio, y cuando lo hice quedé impactado.

Rodrigo me tomó del brazo y prácticamente me arrastró hasta el lugar en donde se realizarían las carreras. Allí encontró a algunos conocidos con los que se puso a hablar. Estaba tan excitado por el evento que aproveché para alejarme un poco y contemplar mejor el lugar.

El ruido era insoportable, había demasiada gente. Todo el mundo hablaba a la vez, niños gritaban e iban de un lado a otro jugando y dando saltos.

Y de toda esa muchedumbre, mi vista se detuve en un chico. Estaba solo y acariciaba nervioso un casco que llevaba en sus manos.

No tardé en registrar otro grupo de jóvenes, más grandes, que hablaban entre ellos y se reían, señalando al chico que parecía desear que se lo tragara la tierra. Uno del grupo, de pelo castaño, se separó y se dirigió a él con tono burlón.

Esta escena me recordó mucho a mi pasado, a Omiro. Yo fui el objeto de burla después de ese hecho tan indigno que ocurrió años atrás. Pero esto era diferente, él era humano y, por lo tanto, yo tenía ventaja.

-¿En verdad crees que tienes alguna posibilidad de ganar?- se burlaba el muchacho más alto.

-Más que vos, seguro- dije cortante, sorprendiendo a ambos.

-Yo le ganaría hasta con los ojos cerrados- se defendió.

-Si tan fácil fuera ganarle, no veo por qué no participas de la carrera.

-¿Y quién se supone que eres?- preguntó, e iba a agregar algo más, una burla probablemente, pero no lo hizo.

Noté en una vena del cuello como aumentaba su pulso. Me había mirado a los ojos y había percibido inconcientemente el peligro que yo suponía. Al fin y al cabo, el hombre es un animal, y como tal, tiene sus instintos.

-No creo que quieras saber- le sonreí enigmáticamente y me fui con el chico.

Cuando nos apartamos me agradeció, aún con el rostro sorprendido por lo sucedido. Yo aproveché para preguntarle sobre la carrera.

Me contó que se trataba de una corrida de caballos en la que el primero en llegar a la meta recibiría el gran premio nacional, que consistía en una gran suma de dinero.

El punto de inicio era en un extremo del hipódromo, donde había una hilera de puertas que se cortaban por la mitad, sin llegar al techo. Ahí saldrían los caballos. El de José Viera, el chico, se llamaba Souvenir y estaría en el segundo portón a la derecha.

José me volvió a agradecer por defenderlo y se marchó. La carrera estaba a punto de comenzar, al igual que una idea comenzaba a surgir en mi cabeza…

domingo, 7 de marzo de 2010

Consejo de un sabio

¿Quién hizo algo alguna vez?
¿Quién dijo que eso estaba bien?
lo moral tu lo decides,
más sé a abierto a opiniones
mientras no las tomes por ley.
No escuches al envidioso,
su envidia misma lo ciega;
cuidate del admirador,
la obseción es peligrosa;
ignora al ojo soberbio,
él igual hará contigo
y no busque testarudos,
pues ellos nada aprenderán.
¿Me has entendido muchacho?
No ascientas como un imbécil,
no digas que todo lo harás.
Dime qué es lo complicado
de una regla tan básica
como lo es "no tomar por ley
las opiniones ajenas".

Capítulo siete

En el cuarto día, después de preguntar por la marcada diferencia de trato entre los de piel oscura y los de clara, Rodrigo se encargo de darme cada detalle de la historia de Buenos Aires. Sin embargo, a pesar de su esfuerzo, yo no encajaba algunas cosas.
- Esa es la Casa Rosada, allí se aloja el presidente Julio Argentino Roca y como tal debemos respetarlo.
>> Y esta plaza donde estamos ahora es una de las más importantes de Buenos Aires, es la Plaza de Mayo. Aquí, el 25 de Mayo, celebramos un hecho muy importante, el día de la independencia.
>> Antes de esa fecha éramos colonia de España, un lugar que queda a millas y millas de aquí, cruzando el Océano Atlántico. Teníamos que obedecer las órdenes de la Corona, pero ya no, ahora somos independientes- dijo con orgullo.
- Osea que... ¿éramos dependientes de un lugar que queda a millas de aquí? ¿al otro lado del océano?- me era un poco absurdo que alguien pudiera mandar a otro estando tan apartados entre ellos.
- Bueno, sí, pero nos controlaban mediante distintos tipos de funcionarios. Aunque, claro, no siempre podían vigilar todo.
- ¿Y ahora somos independientes?
- Exacto
- ¿Y cómo hace uno para ser independiente y a la vez ser gobernado por un presidente?
- No, no, somos independientes a nivel nacional, como argentinos, pero a nivel individual dependemos de nuestro presidente
- Entonces a nivel individual no somos argentinos
- ¡No! Somos argentinos a nivel individual y nacional, pero la independencia es del país, de Argentina; sus habitantes dependen del presidente.
- ¿y el presidente no es un habitante?
- Sí, pero ¡no! El presidente es un habitante particular que gobierna el país
- ¿Y el país no era independiente?
- ¡Sí! Pero es independiente de España, no de su presidente ¿entiendes?
- Eso creo…
La verdad era que no, no entendía del todo. Pero mis preguntas empezaban a molestar a Rodrigo y decidí callar. Más tarde intentaría de nuevo comprenderlo.
Seguimos caminando y Rodrigo siguió comentando sobre los diferentes lugares importantes, como el Cabildo y el Colegio Nacional Buenos Aires. Habló con mucho respeto cuando se refirió a este último, pero también con tono de tristeza.
Ese sentimiento también lo percibí en las dos mujeres. Intenté buscar una respuesta, pero no encontré ninguna, y ese parecía ser un tema delicado como para que se los preguntara directamente.
Al parecer, de ese colegio se habían egresado muchos hombres importantes para el país, desde presidentes, hasta artistas y científicos. El edificio estaba al lado de la iglesia San Ignacio. Cuando empezó a hablar de los jesuitas que la fundaron, la religión y la Santísima Trinidad perdí completamente mis esperanzas de llegar algún día a comprender a los humanos. No tenía idea de lo que me hablaba y tampoco entendía como él podía contarme de un mundo tan bello como El Paraíso sin ni siquiera haber estado. Pero lo más incomprensible fue la historia de Jesús, sobre todo en la parte de la reencarnación, hecho que iba mucho más allá de mi imaginación. Aunque, a pesar de ello, sentí un atisbo de esperanza. Por un momento imaginé que sucediera lo mismo con mi madre, pero esas ilusiones se desvanecieron en seguida cuando pregunté si podía pasar lo mismo con alguien como “nosotros”.
Rodrigo largó una risotada y dijo que era imposible. Explicó el por qué de ello, pero no terminé por entender quién o qué era Jesús. ¿Cómo podía ser el hijo de Dios y a la vez ser el Dios mismo y, por si fuera poco, ser también el espíritu santo? Pero sobre todo me asombraba la existencia de Dios. ¿Cómo sabían que ese era su nombre si nunca le hablaron? ¿Y como hace él para saber todo y estar en todos los lugares a la vez?
En otras palabras, me fue un tema totalmente incomprensible.
Luego cambiamos de conversación, pero yo ya no escuchaba con la misma atención que antes. Sentía sobre mí los días de insomnio. A penas podía mantener los ojos abiertos, y cada paso era un esfuerzo infinito.
La familia percibió mi estado y decidió volver a la casa.
Cuando faltaban unos minutos para llegar, unos hombres salieron disparados en dirección opuesta a nosotros y casi nos tira al piso. Sorprendidos como estábamos, nos quedamos mirando a los dos hombres que corrían sin importar que hubiera a su paso, que no advertimos la presencia de otros cinco más que venían atrás, persiguiendo a los primeros.
Yo estaba demasiado cansado como para reaccionar, y a penas ofrecí resistencia cuando uno me empujó para sacarme del paso.
Caí hacia atrás, a la calle. Y el caballo de un carruaje paró bruscamente para no pisarme. Al estar tan cerca de mí, percibió mi olor y su instinto animal no tardó en actuar. Intentó zafarse del carro, pero estaba bien amarrado. Asustado, se paró sobre sus dos patas relinchando fuertemente.
Yo a apenas le presté atención, estaba demasiado ocupado sintiendo el punzante dolor de las heridas, aún no curadas, que se me habían vuelto a abrir al chocar contra las duras piedras de la calle.
Ni siquiera me percaté que el humano que bajaba del carruaje intentando calmar al animal era Víctor, uno de los soldados que había viajado conmigo.
A penas conciente de lo que hacía me levanté, dolorido, y casi arrastrándome me dirigí a la vereda, en donde me tumbé, agotado.
Mis ojos se cerraron y todo se volvió negro y silencioso.