viernes, 12 de marzo de 2010

Capítulo ocho

Esa noche fue la primera, después de tanto tiempo, que no había tenido pesadillas. Cuando desperté a penas podía creerlo. Fue tanta mi alegría y sorpresa que no pude contener una pequeña risita.

Estaba en “mi” habitación, idea que no terminaba de acostumbrarme. Me senté en la cama, con cuidado de las heridas a penas cicatrizadas. Ya no me dolían tanto, a excepción de una larga y profunda que recorría toda mi espalda, la que me había hecho Omiro.

Sin pensarlo demasiado me dirigí a la sala principal. Antes de llegar pude escuchar la voz entusiasmada de Rodrigo.

-¡Será espléndido! ¡Será el primer premio nacional! ¡Hasta asistirá Julio Roca a esta carrera!

- ¿carrera?- pregunté al entrar en la sala.

- ¡Ahí estás! Sí, querido amigo, asistirás a una carrera sumamente importante, ya lo verás.

-¿Qué es una carrera?

- Ya lo verás, te gustará. Todos los fines de semana se corren carreras en el hipódromo, y hoy, 5 de octubre ¡será la más importante!

Asentí, curioso del motivo que lo alegraba tanto. Me senté en el mullido sillón y contemplé la espaciosa sala, de techo alto y con varios muebles de madera tallados cuidadosamente formando curvas y espirales. Sobre todo una repisa cuyos bordes terminaban en varias capas que se retorcían hacia adentro como un remolino.

Pero lo más hermoso de la sala era una lámpara grande que colgaba del techo a la que le llamaban “araña”. Era dorada y tenía en cada lugar donde se ubicaban las lámparas figuras muy semejantes a la de la repisa.

-¿Es linda no? Era de mis abuelos- dijo Inés, que estaba sentada al lado mío- ¿Tu… tienes abuelos?

- Sí, pero se fueron cuando yo era chico

-¿Por qué se fueron?

- No lo sé, quizás porque no podían soportar tanta vergüenza.

Esa respuesta pareció desconcertar a Inés, pero no logró decir más nada. El alboroto de Rodrigo nos interrumpió. Estaba impaciente por llegar al hipódromo de Palermo.

Cuando llegamos, lo primero que vi fue una gran multitud de gente. Tardé mucho en registrar el enorme edificio, y cuando lo hice quedé impactado.

Rodrigo me tomó del brazo y prácticamente me arrastró hasta el lugar en donde se realizarían las carreras. Allí encontró a algunos conocidos con los que se puso a hablar. Estaba tan excitado por el evento que aproveché para alejarme un poco y contemplar mejor el lugar.

El ruido era insoportable, había demasiada gente. Todo el mundo hablaba a la vez, niños gritaban e iban de un lado a otro jugando y dando saltos.

Y de toda esa muchedumbre, mi vista se detuve en un chico. Estaba solo y acariciaba nervioso un casco que llevaba en sus manos.

No tardé en registrar otro grupo de jóvenes, más grandes, que hablaban entre ellos y se reían, señalando al chico que parecía desear que se lo tragara la tierra. Uno del grupo, de pelo castaño, se separó y se dirigió a él con tono burlón.

Esta escena me recordó mucho a mi pasado, a Omiro. Yo fui el objeto de burla después de ese hecho tan indigno que ocurrió años atrás. Pero esto era diferente, él era humano y, por lo tanto, yo tenía ventaja.

-¿En verdad crees que tienes alguna posibilidad de ganar?- se burlaba el muchacho más alto.

-Más que vos, seguro- dije cortante, sorprendiendo a ambos.

-Yo le ganaría hasta con los ojos cerrados- se defendió.

-Si tan fácil fuera ganarle, no veo por qué no participas de la carrera.

-¿Y quién se supone que eres?- preguntó, e iba a agregar algo más, una burla probablemente, pero no lo hizo.

Noté en una vena del cuello como aumentaba su pulso. Me había mirado a los ojos y había percibido inconcientemente el peligro que yo suponía. Al fin y al cabo, el hombre es un animal, y como tal, tiene sus instintos.

-No creo que quieras saber- le sonreí enigmáticamente y me fui con el chico.

Cuando nos apartamos me agradeció, aún con el rostro sorprendido por lo sucedido. Yo aproveché para preguntarle sobre la carrera.

Me contó que se trataba de una corrida de caballos en la que el primero en llegar a la meta recibiría el gran premio nacional, que consistía en una gran suma de dinero.

El punto de inicio era en un extremo del hipódromo, donde había una hilera de puertas que se cortaban por la mitad, sin llegar al techo. Ahí saldrían los caballos. El de José Viera, el chico, se llamaba Souvenir y estaría en el segundo portón a la derecha.

José me volvió a agradecer por defenderlo y se marchó. La carrera estaba a punto de comenzar, al igual que una idea comenzaba a surgir en mi cabeza…

domingo, 7 de marzo de 2010

Consejo de un sabio

¿Quién hizo algo alguna vez?
¿Quién dijo que eso estaba bien?
lo moral tu lo decides,
más sé a abierto a opiniones
mientras no las tomes por ley.
No escuches al envidioso,
su envidia misma lo ciega;
cuidate del admirador,
la obseción es peligrosa;
ignora al ojo soberbio,
él igual hará contigo
y no busque testarudos,
pues ellos nada aprenderán.
¿Me has entendido muchacho?
No ascientas como un imbécil,
no digas que todo lo harás.
Dime qué es lo complicado
de una regla tan básica
como lo es "no tomar por ley
las opiniones ajenas".

Capítulo siete

En el cuarto día, después de preguntar por la marcada diferencia de trato entre los de piel oscura y los de clara, Rodrigo se encargo de darme cada detalle de la historia de Buenos Aires. Sin embargo, a pesar de su esfuerzo, yo no encajaba algunas cosas.
- Esa es la Casa Rosada, allí se aloja el presidente Julio Argentino Roca y como tal debemos respetarlo.
>> Y esta plaza donde estamos ahora es una de las más importantes de Buenos Aires, es la Plaza de Mayo. Aquí, el 25 de Mayo, celebramos un hecho muy importante, el día de la independencia.
>> Antes de esa fecha éramos colonia de España, un lugar que queda a millas y millas de aquí, cruzando el Océano Atlántico. Teníamos que obedecer las órdenes de la Corona, pero ya no, ahora somos independientes- dijo con orgullo.
- Osea que... ¿éramos dependientes de un lugar que queda a millas de aquí? ¿al otro lado del océano?- me era un poco absurdo que alguien pudiera mandar a otro estando tan apartados entre ellos.
- Bueno, sí, pero nos controlaban mediante distintos tipos de funcionarios. Aunque, claro, no siempre podían vigilar todo.
- ¿Y ahora somos independientes?
- Exacto
- ¿Y cómo hace uno para ser independiente y a la vez ser gobernado por un presidente?
- No, no, somos independientes a nivel nacional, como argentinos, pero a nivel individual dependemos de nuestro presidente
- Entonces a nivel individual no somos argentinos
- ¡No! Somos argentinos a nivel individual y nacional, pero la independencia es del país, de Argentina; sus habitantes dependen del presidente.
- ¿y el presidente no es un habitante?
- Sí, pero ¡no! El presidente es un habitante particular que gobierna el país
- ¿Y el país no era independiente?
- ¡Sí! Pero es independiente de España, no de su presidente ¿entiendes?
- Eso creo…
La verdad era que no, no entendía del todo. Pero mis preguntas empezaban a molestar a Rodrigo y decidí callar. Más tarde intentaría de nuevo comprenderlo.
Seguimos caminando y Rodrigo siguió comentando sobre los diferentes lugares importantes, como el Cabildo y el Colegio Nacional Buenos Aires. Habló con mucho respeto cuando se refirió a este último, pero también con tono de tristeza.
Ese sentimiento también lo percibí en las dos mujeres. Intenté buscar una respuesta, pero no encontré ninguna, y ese parecía ser un tema delicado como para que se los preguntara directamente.
Al parecer, de ese colegio se habían egresado muchos hombres importantes para el país, desde presidentes, hasta artistas y científicos. El edificio estaba al lado de la iglesia San Ignacio. Cuando empezó a hablar de los jesuitas que la fundaron, la religión y la Santísima Trinidad perdí completamente mis esperanzas de llegar algún día a comprender a los humanos. No tenía idea de lo que me hablaba y tampoco entendía como él podía contarme de un mundo tan bello como El Paraíso sin ni siquiera haber estado. Pero lo más incomprensible fue la historia de Jesús, sobre todo en la parte de la reencarnación, hecho que iba mucho más allá de mi imaginación. Aunque, a pesar de ello, sentí un atisbo de esperanza. Por un momento imaginé que sucediera lo mismo con mi madre, pero esas ilusiones se desvanecieron en seguida cuando pregunté si podía pasar lo mismo con alguien como “nosotros”.
Rodrigo largó una risotada y dijo que era imposible. Explicó el por qué de ello, pero no terminé por entender quién o qué era Jesús. ¿Cómo podía ser el hijo de Dios y a la vez ser el Dios mismo y, por si fuera poco, ser también el espíritu santo? Pero sobre todo me asombraba la existencia de Dios. ¿Cómo sabían que ese era su nombre si nunca le hablaron? ¿Y como hace él para saber todo y estar en todos los lugares a la vez?
En otras palabras, me fue un tema totalmente incomprensible.
Luego cambiamos de conversación, pero yo ya no escuchaba con la misma atención que antes. Sentía sobre mí los días de insomnio. A penas podía mantener los ojos abiertos, y cada paso era un esfuerzo infinito.
La familia percibió mi estado y decidió volver a la casa.
Cuando faltaban unos minutos para llegar, unos hombres salieron disparados en dirección opuesta a nosotros y casi nos tira al piso. Sorprendidos como estábamos, nos quedamos mirando a los dos hombres que corrían sin importar que hubiera a su paso, que no advertimos la presencia de otros cinco más que venían atrás, persiguiendo a los primeros.
Yo estaba demasiado cansado como para reaccionar, y a penas ofrecí resistencia cuando uno me empujó para sacarme del paso.
Caí hacia atrás, a la calle. Y el caballo de un carruaje paró bruscamente para no pisarme. Al estar tan cerca de mí, percibió mi olor y su instinto animal no tardó en actuar. Intentó zafarse del carro, pero estaba bien amarrado. Asustado, se paró sobre sus dos patas relinchando fuertemente.
Yo a apenas le presté atención, estaba demasiado ocupado sintiendo el punzante dolor de las heridas, aún no curadas, que se me habían vuelto a abrir al chocar contra las duras piedras de la calle.
Ni siquiera me percaté que el humano que bajaba del carruaje intentando calmar al animal era Víctor, uno de los soldados que había viajado conmigo.
A penas conciente de lo que hacía me levanté, dolorido, y casi arrastrándome me dirigí a la vereda, en donde me tumbé, agotado.
Mis ojos se cerraron y todo se volvió negro y silencioso.

jueves, 1 de enero de 2009

Capítulo seis

Las tres primeras noches que estuve dentro de la casa no dormí, me empeñé en intentar leer un libro, cuyas letras empezaban a tener sentido a medida que practicaba, pero, claro, tres noches de insomnio tuvieron sus efectos en el cuarto día.
Cuando escuché unos pasos acercarse al cuarto que me habían dado escondí el libro, me acosté y me esforcé por tener una respiración lenta y regular, típica de un humano sumergido en un sueño profundo.
- Adrik, es hora de desayunar- dijo una de las sirvientes del lugar- ¿quiere desayunar aquí o prefiere que le deje el desayuno en el comedor?
Esa palabra la odiaba. “Desayunar”, aceptaría encantado si no fuera porque eso implicaba ingerir unos pedazos de pan con una especie de pasta blanca media amarilla o, en el mejor de los casos, de un rojo muy oscuro.
-Aquí
-¿Cómo va a querer las tostadas? ¿Con manteca o dulce de membrillo?
- Dulce de membrillo
-Enseguida le traigo señor- y los pasos se alejaron de la puerta.
No tardó mucho hasta que volviera con una bandeja con el desayuno.
La miré y pudimos intercambiar unas miradas, pero fue muy breve ese tiempo, ella bajó los ojos enseguida y las mejillas se le tornaron rojizas.
- ¿Por qué tus mejillas se vuelven rojas cada vez que me miras?- le pregunté, ese cambio de color me daba mucha curiosidad.
Mi pregunta intensificó el color de sus mejillas.
- Emm… no lo sé- contestó evidentemente avergonzada.
- Oh, lo siento, no era mi intención incomodarte.
-¿Tu nunca te sonrojas?- me dijo con tono respetuoso, pero como defendiéndose.
-Ojalá pudiera- respondí automáticamente y enseguida me paralicé por lo que había contestado.
Me miró extrañada, pero en su condición de sirvienta se obstuvo de preguntar.
-Cualquier cosa digame, lo atenderé enseguida- dijo, y se marchó, dejándome solo en el cuarto.
Suspiré, aliviado. Debía ser más precavido si no quería terminar en la horca.
Después de unos minutos agarré las tostadas y las envolví en un pañuelo. Ya me desharía de ellas luego.
Cuando me senté en la cama me di cuenta de lo cansado que estaba, me costaba mucho mantener la cabeza alta.
Ese día, la familia quiso recorrer la ciudad para mostrármela.
La ciudad no estaba nada desgastada, eso hacía evidente que aún no tenía tanta historia. Los edificios tenían tallado muchísimos adornos, pero lo que más llamaba mi atención eran las personas. Por un momento pensé que eran varias especies deferentes conviviendo en un mismo lugar, pero no, eran todos humanos, con la misma estructura básica, pero el color de su piel variaba del negro azabache a un blanco un poco más oscuro que el mío. Con el pelo sucedía lo mismo, algunos eran morochos, otros rubios, muchos castaños y muy pocos pelirrojos.
Pero no era sólo la apariencia lo que los diferenciaban, sino también las vestimentas y posturas que tenían. Las personas de piel blanca por lo general lucían ropas muy adornadas, limpias y suaves, y caminaban completamente seguros de sí mismos, rectos y con la cabeza en alto, mientras que los de piel oscura andaban cabizbajos, con la espalda encorvada y con sus ropas sucias y rotas. Muchos iban detrás de algún humano blanco y de estos, la gran mayoría, los miraban con miedo.
Tan atontado estaba de ver a esos humanos tan parecidos, pero a la vez tan diferentes que ni me percaté de que un hombre de una tez morena se acercó.
- ¿Desea algo mi señor?- dijo sin atreverse a mirar a los ojos a Rodrigo
- Trae algo de agua y luego limpia las herraduras de mi caballo- ordenó, escupiendo cada una de las palabras con un desprecio que jamás le había visto antes.
El hombre salió enseguida como un conejo asustado, listo para cumplir las ordenes pedidas lo más rápido posible.
-Creo que lo venderé, ese esclavo es de lo más inútil- dijo Rodrigo con la misma cara de desprecio que antes.
Yo no lo podía creer y tardé varios segundos en poder hablar.
-¿Por qué lo tratas así? ¿No son de su… de nuestra misma especie?
-¡Cuántas preguntas! Tu siempre curioso – rió un poco y luego continuó-, los siervos son casi como animales, pero más útiles… a veces- dijo, desviando la mirada hacia su esclavo en las últimas palabras.
-Eso no explica que lo trates así, y si son animales… me da la sensación de que tratas mejor a tu caballo que a él- respondí.
-Adrik, son de color- dijo como si con eso me aclarara todo, al parecer se dio cuenta de que eso no satisfacía mi pregunta y agregó- tienen la piel oscura, no son puros, no son blancos.
Sus respuestas me confundían cada vez más. ¿Qué son los blancos? ¿Por qué no son “puros”? ¿Qué importancia tenía que tuvieran la piel oscura? Le pregunté todas mis dudas, pero él suspiró y se limitó a responder: “Tengo que darte clases de historia”.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

Capítulo cinco

Esa mañana comenzó con una brecha de luz que había en la salida de mi carpa y que me golpeó los ojos. ¿Cómo hacían para sentirse cómodos caminando con ese sol radiante y caluroso? La noche, eso sí que es comodidad. Es fresca, silenciosa, bella y, sobretodo, se ve muchísimo mejor.
Ya estaba cansando de caerme por cada raíz que sobresalía del piso, pero al parecer eso era lo normal. Mis caídas eran muchísimo menos que las de la mayoría de los soldados. No podía evitar reír por lo bajo cada vez que me imaginaba a cualquiera de esos humanos caminar de noche. Si tantas veces se caían de día, cuando, supuestamente, sus ojos veían bien ¡lo que sería en plena oscuridad!
Pero a medida que nos acercábamos a destino, el suelo se iba haciendo más liso y con mucha menos vegetación.
Nunca me había alejado tanto de mi hogar, pero no sentía anhelo de volver, solo urgencia, necesidad y por sobre todo, curiosidad.
Pero no relataré toda la llegada hasta la casa de Rodrigo, porque, si bien para mi fue de lo más extraño y entretenido, sé que para un humano no lo sería. Así que sólo diré que llegamos hasta las puertas de Buenos Aires y tardé varios segundos en recordar como se cerraba la boca. Mi fascinación no pasó inadvertida, los soldados me miraban con extrañeza, incluso llegué a escuchar como Víctor le susurraba a uno de sus compañeros: “¿cuánto tiempo habrá estado con los indios?”.
Rodrigo intentó parecer desinteresado por mi reacción y simplemente saludó al resto y me llevó hasta su casa.
Antes de llegar, dos mujeres salieron disparadas de la puerta y saludaron con entusiasmo al recién llegado, tardaron bastante en percatarse de mi presencia.
Yo aproveché para examinarlas, ya que todavía no había entrado en contacto con el sexo femenino.
Eran bastante parecidas a las formas humanas femeninas de mi especie. Eran de piel más oscura, con los músculos bastante débiles y ojos más claros. Maso menos las mismas diferencias que yo tenía con los humanos.
Yo ya conocía algunas cosas de ellas por lo que me había contado Rodrigo y enseguida pude distinguir quién era Elizabeth, la madre y quién la hija, Inés.
Elizabeth me miró evaluativa y pareció sorprenderse del resultado. Inés hizo otro tanto, asombrada y con curiosidad.
- ¿quién es él?- pregunto la menor de las mujeres.
- ¿Por qué no se lo preguntas tú misma?- le respondió el padre.
Al ver que ella titubeaba, Elizabeth salió en su ayuda.
-Hola muchacho, dime, ¿cómo te llamas?
No estaba seguro qué responderle. En el campamento siempre se habían dirigido hacia mí como “el nuevo”, “el indio” o “el raro”. Pero el problema no era que me faltara nombre, el problema era que mi nombre jamás podría ser pronunciado por ellos. ¿Qué le diría? ¿Qué suena parecido al crujir de las hojas secas? ¿Al chocar de las rocas arrastradas por la corriente? “Dr” era un sonido que se asemejaba un poco, pero mi nombre tenía una mayor duración y opté por agregarle una “i”. En el final de la pronunciación se tenía que producir un sonido seco y cortante. Hubiera puesto la “c”, pero esta a veces sonaba como “s” o como “k”, y no estaba seguro que fonética adoptaría. Prefería terminar con la “k”, cuya pronunciación no tenía duda. Busqué en mi memoria alguna letra más del alfabeto humano, recordé la primera y enseguida decidí utilizarla para completar el nombre.
- Adrik- respondí, aliviado de que nadie había notado mi pausa.
- ¿Adrik? ¡Qué extraño nombre!
Y esa fue toda la conversación. No soy muy bueno para las conversaciones, aunque, debo admitir, tampoco me he esforzado en serlo. Mi forma de aprender es a partir de la observación y para tener una mejor vista, mis acciones siempre han sido de segundo plano. Quizás también se debiera a mi temor por ser descubierto.
Y si bien he intentado no llamar la atención, por muchos días fui el tema de conversación. Las mujeres varias veces se me acercaban y me pedían algo con algún falso pretexto ¡Recién ahora me doy cuenta de sus verdaderos motivos! Y ahora comprendo también esas miradas de odio que me dirigían los hombres.
¡Qué tontos son! Se dejan engañar tan fácilmente por las apariencias. Y pensar que esas mujeres no tenían idea de que se habían enamorado de un monstruo. ¿Cuántas veces habré aguantado ese olor dulce y sabroso que emanaba su sangre? ¿Y cuántas no habré podido soportarlo?
Ya sé, suena escalofriante la idea de que haya matado a mujeres inocentes, pero no voy a mentir. Quiero contarles esta historia, y no me da miedo que me descubran, porque sé, que por más veces que les repita que soy un ser peligroso, un monstruo, ustedes seguirán pensando que se trata de una simple persona escribiendo una historia. La sociedad se ha vuelto demasiado soberbia y sus ojos se han vuelto ciegos. En los tiempos de los indios… ¡Hay! ¡Ahí sí que había que cuidarse! Aunque… ahora son los humanos los que tienen que cuidarse. Me he hecho amigo de muchos de su especie y me duele pensar que si alguna vez tienen que caminar en las frías noches de la ciudad, puede que ya no los vuelva a ver.
Los humanos han destruido nuestro hábitat, el nuestro y el de todos los animales. Hoy en día no hay muchos de mi especie. Nosotros somos muy conservadores y preferimos morir antes que aceptar los cambios. Mejor dicho… ellos. He tomado decisiones tan absurdas y locas y he aceptado tantos cambios que ya no encajo en las definiciones de mi especie.
Sé que algunos no han tenido el valor de despedirse de este mundo y han intentado adaptarse.
Desearía seguir contándoles esta historia, pero ahora debo irme. Allá lejos veo la luna, hermosa como siempre, y mirarla, me atrapa, me pierdo en su blancura. Me voy, pero antes de irme les diré una cosa. No todas las desapariciones que salen en las noticias han sido a causa de algún humano. Tampoco nos echen toda la culpa, varios de su especie han cometido crímenes mucho más terroríficos que nosotros, y lamento decirlo, pero he sido testigo de varios. Quizás les cuente algunos, pero más tarde… la luna espera.

martes, 14 de octubre de 2008

Capítulo cuatro

Después de mucho esfuerzo, Rodrigo me pudo comunicar que nuestro viaje hasta Buenos Aires duraría unas tres semanas, es decir, veintiún crepúsculos, y que estaría dispuesto a enseñarme su lenguaje.
Y así fue. La mayor parte del camino me dedicaba a señalar objetos o acciones para que el soldado me dijera sus respectivos nombres. No fue tan difícil aprender el lenguaje como supuse que iba a hacer. Su forma de producir sonidos era muy monótona y sencilla comparado con la mía y eso me favorecía. Y aunque no me lo creían posible, a fines de la tercera semana ya tenía un dominio del lenguaje, básico, pero bastante bueno.
-Mañana ya podremos dormir con nuestras mujeres- dijo Ricardo, uno de los tantos soldados.
Todos sonrieron ante la perspectiva, estaban cansados y el comentario no solo les había dado el recuerdo de sus seres queridos, sino de su hogar, de una cama y de la comodidad que representaba todo aquello.
Aunque esa visión de felicidad se le borró enseguida a Rodrigo cuando Víctor, un humano alto, fuerte y con una actitud bastante soberbia e inquisitiva se le acercó
- Dime… ¿qué vas a hacer con el muchacho?- preguntó señalándome con la cabeza, parecía estar disfrutando de la frustración que le había causado al otro.
- No lo sé…
- Pues apresúrate, porque hoy es el último día de tomar una decisión
- No puedo dejarlo en la calle así sin más, no sé...
Aparenté no prestar atención cuando me miró, sabía que un humano no podría escuchar esa conversación que se producía en un rincón del campamento.
- ¿Y qué vas a hacer? ¿Quedártelo como mascota?
- No como mascota exactamente…
- ¡Oh! ¡Por favor! ¡No puedes adoptar a cualquier bicho que se te cruce en el camino!
- No es ningún bicho, creo que lo has visto suficiente para darte cuenta de que es especial- contraatacó Rodrigo, que si bien no elevó el tono, su voz denotaba firmeza.
-No es especial -dijo Víctor disminuyendo el tono-, es anormal. Y no me digas que no es así, porque eso sí que no lo puedes negar ¿qué clase de persona duerme haciéndose un ovillo y grita cosas incomprensibles una vez cada tres noches?
Un ardor amenazó con enrojecer mis mejillas. No podía evitar dormir de esa manera y cada vez que dormía siempre tenía pesadillas con mi madre, las noches (en las cuales tuve que acostumbrarme a dormir) que no grité desesperado eran por el simple hecho de que no dormía. Odiaba dormir.
-Es cierto que tiene algunas actitudes un tanto extrañas, pero ¡mira cómo aprende! Además…
-Oye –le cortó- sé que te has encariñado con él, si piensas adoptarlo es tu problema, no el mío, además… este tema ya me aburrió.
Enseguida noté el gesto de disgusto de Rodrigo ante el último comentario; y estuve de acuerdo con él ¿Qué se creía? ¿Vino a hacerle un recordatorio de sus preocupaciones y luego a marcharse porque el tema le había aburrido? Eso sí que era ser un maldito desgraciado, ahora comprendía por qué no se llevaban muy bien.
El resto del día Rodrigo no le habló, en realidad, no habló con casi nadie. Estaba muy pensativo y dudaba de que sólo se tratara de mí. Así que decidí, cuando el sol se escondió entre los árboles, acercarme.
-Hola
Rodrigo miró hacia el bosque, desconcertado, y luego se percató de que yo había emitido el sonido.
-Hola –dijo, aún sorprendido por mi acento un tanto “exótico”- ¿Qué te trae por aquí?
- Me preguntaba si podría conocer a tu familia, todos parecieron muy felices cuando mencionaron a sus esposas- sonreí, y Rodrigo no pudo evitar devolvérmela.
- Por supuesto que sí, además, si Inés o Elizabeth te vieran seguro que te querrían visitar todos los días –sonrió y luego soltó una pequeña risita, como si se tratase de algún chiste. No lo comprendí y me apresuré a decírselo.
- No entendí
-Oh, olvídalo, es solo que eres bastante… llamativo- y al ver que seguía sin captar el chiste agregó- lo que quiero decir es que serías bastante apuesto para las mujeres.
Seguí sin comprender, ya que no sabía la palabra fundamental de la oración, “apuesto”. Rodrigo parecía intentar explicarme algo de una forma sutil y correcta y eso suponía utilizar un lenguaje un poco menos rudimentario.
- ¿Qué significa “apuesto”? –pregunté. Rodrigo me miró incrédulo y luego se echó a reír tan estrenduosamente que las personas más cercanas dieron vuelta la cabeza hacia nosotros.
-Perdona- dijo aún riéndose- a ver… ¿recuerdas cuando Víctor hablaba de una joven de un pueblo y decía que era “hermosa”?
-Sí
- ¿Sabes qué significa?
- Creo que sí, ¿quiere decir que la joven era linda para Víctor?
- Exacto, bueno… “apuesto” es un sinónonimo de lindo, significa lo mismo.
- Oh.
Había captado la idea, pero recordaba otros comentarios de aquella conversación, y no todos eran agradables.
Rodrigo volvió a romper en carcajadas, al parecer, por mi expresión, seguía el rumbo de mis pensamientos.
- No pienses eso, solo piensa que eres lindo para las mujeres, quédate con eso- dijo después de recuperarse del ataque de risa.
Minutos después, su expresión se volvió completamten seria.
- ¿Sabes?- preguntó.
- ¿Qué?
- Estuve pensando y… cuando lleguemos… tú no tienes a dónde ir y me preguntaba… si te gustaría vivir un tiempo conmigo y mi familia…
- ¡Por supuesto! – exclamé, haciendo sobresaltar a Rodrigo del susto.
Yo también había estado pensando en qué haría cuando llegáramos a Buenos Aires, no tenía idea de con qué me encontraría y la idea de que algún humano me guiara me resultaba fantástico.
- ¡Entonces quedamos así!- gritó satisfecho y fue el fin de la conversación.
Tanto él como yo nos sentíamos felices y estábamos impacientes porque fuera mañana.

domingo, 5 de octubre de 2008

Capítulo tres

Cuando desperté aún sentía ese olor de flores venenosas, pero ya no tenían ese efecto de confusión y podía pensar con claridad.
Miré a mí alrededor y vi un gran grupo de humanos. Eran de tez morena (muy contrastante con mi piel pálida), mazo menos de mi misma altura (la de la forma humana) y muy musculosos. A simple vista, nadie parecía interesado en mí, pero yo percibía esas rápidas miradas llenas de temor y curiosidad, sobre todo en los más pequeños, que buscaban hacer cualquier tarea cerca de mí. Las mujeres, con la cabeza siempre gacha, controlaban a sus pequeños y observaban que no se desataran las cuerdas con las que me habían amarrado a un árbol. No muy lejos había varios caballos que relinchaban aterrados ante mi olor de peligroso depredador, pero nada podían hacer; ellos también estaban atados.
Muchos de los humanos, por no decir casi todos, llevaban un enorme manto, del que pude distinguir, la piel de nutria con que estaba hecho.
No entendí por qué lo llevaban, hacían que sus movimientos fueran menos ágiles y muy pesados.
Seguí observándolos hasta detenerme en una mujer que hacía presión sobre una estaca para clavarla en el suelo; la mujer era muy mayor y le costaba hundirla, pero no parecía dispuesta a pedir ayuda. Tenía en la mano varios cueros de animales y algunas estacas más. Supuse que estaba construyendo su casa, una igual a las cinco o más que había allí, que daban la sensación de que en cualquier momento se derrumbarían.
La mayor parte de los hombres parecían estar concentrados en pintar sus cuerpos y afilar sus armas, quizás iban a salir de caza, pero no parecía una simple casería, se les notaba su nerviosismo.
Y así, atado al tronco de un árbol, los hubiera seguido mirando fascinado, ya que nunca había estado tan cerca de los humanos, por lo menos desde hacía diez años, cuando mi madre aún vivía.
Un ruido ensordecedor se oyó y todos dejaron de hacer sus actividades, todos miraban expectantes el bosque. Varios hombres tomaron sus arcos y flechas, otros tomaron unos instrumentos que tenían dos o tres piedras casi esféricas unidas por una tira de cuero, más tarde supe que eran las famosas “boleadoras” de las que tanto oiría hablar de boca de los españoles.
Pasaron a penas unos minutos antes de que un humano saliera de la espesa vegetación dando gritos en un dialecto incomprensible y cayera al piso herido de muerte. Al principio no lo había notado, pero muy pronto me percaté de que su manto estaba cubierto de sangre proveniente del pecho.
El aire se impregnó de su olor, un olor exquisito, dulce. La atracción fue tal que por poco no rompía mis ligaduras y me echaba sobre el muerto. En ese momento me di cuenta que no había comido nada desde hacía dos días y fui conciente de mi estómago que rugía voraz ante el aroma. Aunque este no era solo de la carne del hombre, había otro olor, uno que no conocía.
Dos mujeres comenzaron a llorar por lo bajo. Apenas le prestaron atención, todo el mundo se puso en movimiento. Las mujeres llamaron a sus hijos, mientras desarmaban velozmente sus viviendas, la hacían un bollo y se la cargaban al hombro. Ahora entendía el sentido de que no estuvieran tan bien sujetas al piso. Los hombres cargaron con el resto de las cosas y montaron en sus caballos, menos dos, que se apresuraron a agarrar al muerto y llevárselo con ellos.
Y mientras todos huían despavoridos llevando todo lo que podían a sus espaldas, yo seguía sentado al lado del árbol, observando lo que pasaba. No entendía nada y menos entendí cuando otro grupo de hombres se paró en donde minutos antes habían estado los otros.
-¡Ahí hay uno de los nuestros!- gritó un humano señalándome.
Eran muy diferentes, estos eran un poco más altos, de piel muchísimo más pálida (aunque no llegaba a la blancura de la mía) y cubiertos de una tela que no pude identificarla. Su vestimenta cubría todas sus extremidades; no como los mantos de piel de nutria que había visto. Iban armados con una especie de caño largo y hueco por dentro.
-Ustedes sigan por ahí y alcancen a esos apestosos indios y ustedes liberen al muchacho- dijo uno del grupo, el cual portaba unas ropas más llamativas que los demás. Parecía ser el jefe.
Los hombres que fueron señalados enseguida se pusieron en movimiento.
Dos hombres se me acercaron y cortaron las cuerdas con un metal unido a un trozo de madera.
-¿Cómo te llamas, chico?
Sabía que me estaba hablando, pero no tenía la menor idea de lo que había dicho.
-¿Cómo te llamas?- repitió
Sin siquiera pensarlo le dije que no le entendía, y, por supuesto, el tampoco me entendió a mí.
-¿Cómo dijo que se llamaba?- preguntó incrédulo a su compañero.
- Creo que no dijo su nombre exactamente...
-¿Qué sucede?- dijo otro de los humanos mientras se acercaba. Ese era un poco más alto que los otros dos, tenía una pequeña barba y sus ojos color de almendras denotaban su curiosidad.
- Creo que no habla nuestro idioma, a ver si tú le entiendes Rodrigo.
Por la entonación, deduje que aquel hombre respondía al nombre de “Rodrigo”.
- ¿De dónde vienes? – me preguntó, pero no hizo falta que contestara para darse cuenta de que no le comprendía.
-Llevémoslo, después veremos qué haremos con él.
Cuando me ayudaron a pararme un fuerte dolor se apoderó de mi cuerpo. Enseguida supe por qué. Mis brazos, piernas y pecho tenían miles de profundos rasguños y marcas de afilados dientes, pero eso no fue nada comparado con esa aguda punzada en la espalda, que me obligó a caer de rodillas al suelo.
-¿Pero qué…?
Los hombres se quedaron mudos, observándome, observando una enorme herida que iba desde mi hombro derecho hasta el lado izquierdo de mi cadera.
-¡Llevémoslo al médico!- gritó Rodrigo, mientras se arrodillaba a mi lado y me examinaba.
-¡Oh, Dios! ¿Cómo pueden hacer esto los indios?
Otro hombre vino presuroso.
“¿Cuántos son? Parecen salir de la tierra como si nada” pensaba yo. Ya deben imaginarse la sorpresa que me di cuando conocí Buenos Aires.
Los dos hombres más cercanos, entre ellos Rodrigo, me sujetaron por los brazos y me llevaron casi a arrastras hacia otro lugar, muy parecido al campamento de “losindios” (como creí que llamaban a los otros seres humanos), pero hecho con otros materiales que no supe reconocer.
Me metieron en una de esas pequeñas viviendas, donde había otra persona con un uniforme completamente diferente al resto. Estaba vestido de blanco en vez de con los colores oscuros que utilizaban el resto.
Rodrigo le dio una serie de instrucciones y salió.
Quedé solo con el humano de blanco, quien empezó a tratar mis heridas. Una vez que hubo terminado se marchó sin siquiera dirigirme la palabra.
¿Qué hacer? Los humanos no parecían querer lastimarme, es más, incluso estaban curando mis heridas... Una idea pasó por mi mente.
¿Y si les seguía la corriente y me hacía pasar por uno de ellos?
Una parte de mí decía que era una locura, que me descubrirían y matarían. Aún así me contesté “¿y? ¿A quién le importaba si moría? Mi vida ya no tenía sentido ¿Qué tenía de malo darme alguna última aventura antes de morir?”
Una sonrisa curvó mis labios. Sí, estaba decidido, me haría pasar por uno de ellos.