jueves, 25 de septiembre de 2008

Las heridas de la vida

No sé cómo llegué hasta aquí
Conseguí la paz al fin
Ya no siento ese dolor
Que rompió mi corazón

Yo vivía muy feliz,
Pero un día eso cambió
La muerte nos visitó
Y a mi madre se llevó

Nuestra casa ensombrecida
Ya no era bienvenida
El jardín se marchitaba
Y los pájaros callaban

Pero el tiempo transcurrió
Y logré la paz al fin
Ya no siento ese dolor
Que rompió mi corazón

Yo no sé si se marchó
O si yo me acostumbré
A vivir con esa herida
Arraigada de por vida

martes, 23 de septiembre de 2008

Las consecuencias de nuestras acciones

Hay muchas personas que no les gusta la posibilidad de que exista un destino que no se pueda cambiar, les molesta no poder depender de sí mismo para construir su vida. Yo, sin embargo, esta idea no me molesta mientras no sepa cual es mi destino. Al fin y al cabo, creeré que estoy dirigiendo mi propia vida; seré como una ficha de ajedrez.

El futuro.

Sí, definitivamente, pensar en esa palabra me da miedo, es como caminar en una viga con los ojos vendados. Dando un paso a la vez con mucho cuidado de no caerse.

Varias veces deseé saber mi futuro, pero ahora ya no, porque me detuve a pensar cómo sería la vida entonces.

Si los humanos ya somos unos seres dependientes, lo seríamos mucho más si supiéramos las consecuencias de nuestras acciones; nunca estaríamos satisfechos e intentaríamos cambiarlas constantemente. Pensaríamos todo el tiempo en cómo sería algo si se hiciera tal acción en vez de dejar que las cosas ocurran. Y, asustados por no encontrar la solución perfecta, simplemente no haríamos nada.

A veces, es mejor no saber ciertas cosas…

viernes, 19 de septiembre de 2008

¿Cómo somos realmente?

La vida es una incógnita, nunca sabes cómo eres realmente.
Tus lazos y relaciones o la falta de ellos te lo impiden. Quizás te comerías un tercer plato de comida y sin embargo no lo haces porque nadie lo hace, pero si todos se sirvieran el tercer plato vos los imitarías con gusto. Y entonces es cuando la gente te dice “¿Y si todo el mundo se tirara desde el quinto piso vos lo harías?” y enseguida contestarías que no, pero ¿estás completamente seguro? Si tu madre se tirara, luego tu padre y tus hermanos e incluso tus amigos ¿no los seguirías? ¿Te quedarías viviendo con todos los agujeros que te dejaron en el corazón? ¿No buscarías una razón por la cual tus conocidos se tiraron para justificarte tus ganas de seguirlos?
No podrías responder con exactitud porque no sabes cómo sería exactamente tu reacción si todo el mundo se tirara.
Y así dependemos del otro constantemente, desde las cosas más insignificantes como comerse la tercera porción de comida a suicidarse desde el quinto piso.
Entonces… ¿cómo somos realmente? ¿Cómo es nuestro yo verdadero?
“Eso lo sabríamos si nos aisláramos del mundo” responderían algunos, pero no lo creo. No nos comportamos igual si estamos con nuestro parientes, con nuestros amigos, con un desconocido, con un profesor o completamente solos.
Y con el tiempo se dice que la gente cambia ¿cambiará realmente? ¿O simplemente liberará diferentes partes de su personalidad según las condiciones que se le presenten en la vida?

jueves, 18 de septiembre de 2008

Silencios



Tus ojos son la luz de mi condena...



Gloria despertó aterrada. No era la primera vez que sucedía. Intentaba explicar sus pesadillas, pero las imágenes del sueño se le hacían borrosas, como si una parte de ella evitara recordarlo.
No era la única que tenía malas noches. Desde hacía un mes toda la familia se levantaba temerosa, reinaba el silencio y la desconfianza. Incluso su padre, al que muy pocas cosas le asustaban, se movía con cautela mirando hacia todos lados, esperando que surga alguna desgracia.
En el desayuno nadie pronunció palabra. Cada uno estaba sumido en sus pensamientos. Consciente de esta falsa calma, Gloria extrañaba, con cada parte de su ser, su antigua vida, cuando solían reír y jugar juntos. Quería gritar, pero de su boca no salían más que mudos sollozos. No sabía el por qué de semejante cambio, pero intuía algo angustiante. Se daba cuenta que no eran los únicos que habían cambiado. Nadie quería salir de su casa, mucha gente desaparecía o volvía gravemente golpeada. El antiguo andar cansino del barrio se había convertido en un caminar presuroso, con la vista clavada en el piso y alejándose de algún perseguidor imaginario.
Al mediodía se marchó con su hermana Lara para ir al colegio. Iba muy cerca de ella. Era su protección, la única con la que todavía no había perdido confianza. Su alegría siempre le daba tranquilidad, pero por ese entonces no le veía siquiera una sonrisa. Los ojos que en un tiempo brillaban lúcidos y alegres se habían convertido en un pedido suplicante de ayuda.
Intentaba darle consuelo, aliviar esa pena compartida, pero no lograba mucho.
Al doblar en una esquina se estremecieron al ver a un grupo armado revisando a tres jóvenes. Les habían envuelto la cabeza con sus remeras y los tenían con las manos apoyadas en la pared. Uno de ellos tenía una mancha enorme de color morado en las costillas, le costaba mantenerse derecho, pero no tenía otra opción que aguantar el dolor, si hacía un movimiento que les resultara sospechoso a sus captores iba a ser muy probable que terminara con más de un golpe.
Las dos niñas, aterradas ante la escena, tardaron unos segundos en reaccionar y salir corriendo. Los hombres de verde no les dieron demasiada importancia y siguieron entreteniéndose con los detenidos.
Cuando llegaron al colegio apenas les quedaba aliento. No les sorprendió que nadie les preguntara la razón de semejante agitación. Era muy normal que la gente llegara agotada y con el rostro pálido.
Una vez recuperadas se separaron y se dirigieron a sus respectivas aulas.
Todo siguió su curso normal hasta que llegó la cuarta hora...
Cuando el timbre dio por terminado el recreo y la maestra hizo ademán de comenzar su clase, un fuerte ruido la interrumpió. Siguió un griterío. Eran las voces de los estudiantes en el pasillo central, pero no eran los gritos de alegría que daban los alumnos cuando faltaba un profesor, sino de miedo, de horror.
La maestra empalideció y echó a correr. Los demás, confundidos, asomanban las cabezas tímidamente por la puerta.
La más aterrada era Gloria. Sabía perfectamente que el aula de su querida hermana daba al pasillo central. Algunos de sus compañeros se quedaron ahí. Otros se dirigieron, con ella, hacia donde provenían los ruidos.
Cuando llegaron, casi se desmayan del susto. En el centro del corredor estaban los uniformes de la muerte, capturando a los estudiantes que corrían a la salida desesperados. Los que eran capturados luchaban con todas sus fuerzas por librarse, pero sus intentos eran inútiles, aunque lograran darle algún que otro golpe a sus perseguidores no tardaban mucho en terminar en el suelo atados y en algunos casos inconscientes.
Divisó a Lara entre medio de la multitud y corrió tras ella. Su hermana temblaba de pies a cabeza, incapaz de moverse. Intentó alentarla, al igual que sus amigos. Estaba tan pálida que de no haber sido porque respiraba cualquiera la hubiera dado por muerta.
Al ver que no reaccionaba la agarró del brazo y la arrastró. El brusco movimiento pareció devolverla a la realidad.
Ambas, de la mano, corrieron lo más rápido que podían. Pero al pasar cerca de uno de los carceleros, Gloria sintió un tirón fuerte en el brazo que le hizo soltar la mano de Lara. Se dio vuelta y la vio gritar desesperada, un lamento agudo y prolongado.
Lo último que pudo ver fue que le asestaban un golpe en la cabeza que la desplomó en el piso.
No logró hacer nada, uno de sus compañeros la tomó del brazo y la llevó a la salida. Todo era muy confuso, la gente gritaba y corría de acá para allá. Sus caras eran una mezcla de miedo y desesperación. Pero ella no los oía, lo único que escuchaba era la voz de su hermana, a lo lejos.
No prestó atención a lo que sucedía a su alrededor, ni siquiera se alegró cuando estuvieron a salvo del infierno. Su mirada vacía seguía perdida entre los momentos vividos.
La corrida fue agotadora. Cuando llegó a casa, su madre sollozó por su hija perdida, la que había quedado atrás, mientras que su padre padecía en silencio el vacío que lo consumía por dentro.
Esa noche, en su cuarto, la desdichada niña lloró y lloró por su hermana y por todas las desgracias ocurridas, hasta que sus lágrimas se agotaron. Miró por la ventana con la cara roja del llanto. En el cielo, todavía no del todo oscuro, se veía solo una nube. Primero no le prestó atención, pero después empezó a fijarse con más detenimiento. Tenía la forma de un rostro. Abrió bien los ojos al ver que la figura era idéntica a Lara. Pero no era la Lara asustada y callada de esas últimas semanas, sonreía. Antes de que la nube cambiara de forma le pareció ver que sus ojos brillaban, otra vez, lúcidos y alegres.