domingo, 7 de marzo de 2010

Capítulo siete

En el cuarto día, después de preguntar por la marcada diferencia de trato entre los de piel oscura y los de clara, Rodrigo se encargo de darme cada detalle de la historia de Buenos Aires. Sin embargo, a pesar de su esfuerzo, yo no encajaba algunas cosas.
- Esa es la Casa Rosada, allí se aloja el presidente Julio Argentino Roca y como tal debemos respetarlo.
>> Y esta plaza donde estamos ahora es una de las más importantes de Buenos Aires, es la Plaza de Mayo. Aquí, el 25 de Mayo, celebramos un hecho muy importante, el día de la independencia.
>> Antes de esa fecha éramos colonia de España, un lugar que queda a millas y millas de aquí, cruzando el Océano Atlántico. Teníamos que obedecer las órdenes de la Corona, pero ya no, ahora somos independientes- dijo con orgullo.
- Osea que... ¿éramos dependientes de un lugar que queda a millas de aquí? ¿al otro lado del océano?- me era un poco absurdo que alguien pudiera mandar a otro estando tan apartados entre ellos.
- Bueno, sí, pero nos controlaban mediante distintos tipos de funcionarios. Aunque, claro, no siempre podían vigilar todo.
- ¿Y ahora somos independientes?
- Exacto
- ¿Y cómo hace uno para ser independiente y a la vez ser gobernado por un presidente?
- No, no, somos independientes a nivel nacional, como argentinos, pero a nivel individual dependemos de nuestro presidente
- Entonces a nivel individual no somos argentinos
- ¡No! Somos argentinos a nivel individual y nacional, pero la independencia es del país, de Argentina; sus habitantes dependen del presidente.
- ¿y el presidente no es un habitante?
- Sí, pero ¡no! El presidente es un habitante particular que gobierna el país
- ¿Y el país no era independiente?
- ¡Sí! Pero es independiente de España, no de su presidente ¿entiendes?
- Eso creo…
La verdad era que no, no entendía del todo. Pero mis preguntas empezaban a molestar a Rodrigo y decidí callar. Más tarde intentaría de nuevo comprenderlo.
Seguimos caminando y Rodrigo siguió comentando sobre los diferentes lugares importantes, como el Cabildo y el Colegio Nacional Buenos Aires. Habló con mucho respeto cuando se refirió a este último, pero también con tono de tristeza.
Ese sentimiento también lo percibí en las dos mujeres. Intenté buscar una respuesta, pero no encontré ninguna, y ese parecía ser un tema delicado como para que se los preguntara directamente.
Al parecer, de ese colegio se habían egresado muchos hombres importantes para el país, desde presidentes, hasta artistas y científicos. El edificio estaba al lado de la iglesia San Ignacio. Cuando empezó a hablar de los jesuitas que la fundaron, la religión y la Santísima Trinidad perdí completamente mis esperanzas de llegar algún día a comprender a los humanos. No tenía idea de lo que me hablaba y tampoco entendía como él podía contarme de un mundo tan bello como El Paraíso sin ni siquiera haber estado. Pero lo más incomprensible fue la historia de Jesús, sobre todo en la parte de la reencarnación, hecho que iba mucho más allá de mi imaginación. Aunque, a pesar de ello, sentí un atisbo de esperanza. Por un momento imaginé que sucediera lo mismo con mi madre, pero esas ilusiones se desvanecieron en seguida cuando pregunté si podía pasar lo mismo con alguien como “nosotros”.
Rodrigo largó una risotada y dijo que era imposible. Explicó el por qué de ello, pero no terminé por entender quién o qué era Jesús. ¿Cómo podía ser el hijo de Dios y a la vez ser el Dios mismo y, por si fuera poco, ser también el espíritu santo? Pero sobre todo me asombraba la existencia de Dios. ¿Cómo sabían que ese era su nombre si nunca le hablaron? ¿Y como hace él para saber todo y estar en todos los lugares a la vez?
En otras palabras, me fue un tema totalmente incomprensible.
Luego cambiamos de conversación, pero yo ya no escuchaba con la misma atención que antes. Sentía sobre mí los días de insomnio. A penas podía mantener los ojos abiertos, y cada paso era un esfuerzo infinito.
La familia percibió mi estado y decidió volver a la casa.
Cuando faltaban unos minutos para llegar, unos hombres salieron disparados en dirección opuesta a nosotros y casi nos tira al piso. Sorprendidos como estábamos, nos quedamos mirando a los dos hombres que corrían sin importar que hubiera a su paso, que no advertimos la presencia de otros cinco más que venían atrás, persiguiendo a los primeros.
Yo estaba demasiado cansado como para reaccionar, y a penas ofrecí resistencia cuando uno me empujó para sacarme del paso.
Caí hacia atrás, a la calle. Y el caballo de un carruaje paró bruscamente para no pisarme. Al estar tan cerca de mí, percibió mi olor y su instinto animal no tardó en actuar. Intentó zafarse del carro, pero estaba bien amarrado. Asustado, se paró sobre sus dos patas relinchando fuertemente.
Yo a apenas le presté atención, estaba demasiado ocupado sintiendo el punzante dolor de las heridas, aún no curadas, que se me habían vuelto a abrir al chocar contra las duras piedras de la calle.
Ni siquiera me percaté que el humano que bajaba del carruaje intentando calmar al animal era Víctor, uno de los soldados que había viajado conmigo.
A penas conciente de lo que hacía me levanté, dolorido, y casi arrastrándome me dirigí a la vereda, en donde me tumbé, agotado.
Mis ojos se cerraron y todo se volvió negro y silencioso.

1 comentario:

caballeroimpetuoso24 dijo...

Hola diana, me gusta tu novela,FACINANTE, me encanta, te felicito ah y tambien me gustan tus poemas,eres una chica de muy lindos sentimientos, tienes el alma y el corazon de un poeta, sigue con ese animo, cuidate mucho ah lo olvidaba, eres muy bonita tambien, besos.