Después de mucho esfuerzo, Rodrigo me pudo comunicar que nuestro viaje hasta Buenos Aires duraría unas tres semanas, es decir, veintiún crepúsculos, y que estaría dispuesto a enseñarme su lenguaje.
Y así fue. La mayor parte del camino me dedicaba a señalar objetos o acciones para que el soldado me dijera sus respectivos nombres. No fue tan difícil aprender el lenguaje como supuse que iba a hacer. Su forma de producir sonidos era muy monótona y sencilla comparado con la mía y eso me favorecía. Y aunque no me lo creían posible, a fines de la tercera semana ya tenía un dominio del lenguaje, básico, pero bastante bueno.
-Mañana ya podremos dormir con nuestras mujeres- dijo Ricardo, uno de los tantos soldados.
Todos sonrieron ante la perspectiva, estaban cansados y el comentario no solo les había dado el recuerdo de sus seres queridos, sino de su hogar, de una cama y de la comodidad que representaba todo aquello.
Aunque esa visión de felicidad se le borró enseguida a Rodrigo cuando Víctor, un humano alto, fuerte y con una actitud bastante soberbia e inquisitiva se le acercó
- Dime… ¿qué vas a hacer con el muchacho?- preguntó señalándome con la cabeza, parecía estar disfrutando de la frustración que le había causado al otro.
- No lo sé…
- Pues apresúrate, porque hoy es el último día de tomar una decisión
- No puedo dejarlo en la calle así sin más, no sé...
Aparenté no prestar atención cuando me miró, sabía que un humano no podría escuchar esa conversación que se producía en un rincón del campamento.
- ¿Y qué vas a hacer? ¿Quedártelo como mascota?
- No como mascota exactamente…
- ¡Oh! ¡Por favor! ¡No puedes adoptar a cualquier bicho que se te cruce en el camino!
- No es ningún bicho, creo que lo has visto suficiente para darte cuenta de que es especial- contraatacó Rodrigo, que si bien no elevó el tono, su voz denotaba firmeza.
-No es especial -dijo Víctor disminuyendo el tono-, es anormal. Y no me digas que no es así, porque eso sí que no lo puedes negar ¿qué clase de persona duerme haciéndose un ovillo y grita cosas incomprensibles una vez cada tres noches?
Un ardor amenazó con enrojecer mis mejillas. No podía evitar dormir de esa manera y cada vez que dormía siempre tenía pesadillas con mi madre, las noches (en las cuales tuve que acostumbrarme a dormir) que no grité desesperado eran por el simple hecho de que no dormía. Odiaba dormir.
-Es cierto que tiene algunas actitudes un tanto extrañas, pero ¡mira cómo aprende! Además…
-Oye –le cortó- sé que te has encariñado con él, si piensas adoptarlo es tu problema, no el mío, además… este tema ya me aburrió.
Enseguida noté el gesto de disgusto de Rodrigo ante el último comentario; y estuve de acuerdo con él ¿Qué se creía? ¿Vino a hacerle un recordatorio de sus preocupaciones y luego a marcharse porque el tema le había aburrido? Eso sí que era ser un maldito desgraciado, ahora comprendía por qué no se llevaban muy bien.
El resto del día Rodrigo no le habló, en realidad, no habló con casi nadie. Estaba muy pensativo y dudaba de que sólo se tratara de mí. Así que decidí, cuando el sol se escondió entre los árboles, acercarme.
-Hola
Rodrigo miró hacia el bosque, desconcertado, y luego se percató de que yo había emitido el sonido.
-Hola –dijo, aún sorprendido por mi acento un tanto “exótico”- ¿Qué te trae por aquí?
- Me preguntaba si podría conocer a tu familia, todos parecieron muy felices cuando mencionaron a sus esposas- sonreí, y Rodrigo no pudo evitar devolvérmela.
- Por supuesto que sí, además, si Inés o Elizabeth te vieran seguro que te querrían visitar todos los días –sonrió y luego soltó una pequeña risita, como si se tratase de algún chiste. No lo comprendí y me apresuré a decírselo.
- No entendí
-Oh, olvídalo, es solo que eres bastante… llamativo- y al ver que seguía sin captar el chiste agregó- lo que quiero decir es que serías bastante apuesto para las mujeres.
Seguí sin comprender, ya que no sabía la palabra fundamental de la oración, “apuesto”. Rodrigo parecía intentar explicarme algo de una forma sutil y correcta y eso suponía utilizar un lenguaje un poco menos rudimentario.
- ¿Qué significa “apuesto”? –pregunté. Rodrigo me miró incrédulo y luego se echó a reír tan estrenduosamente que las personas más cercanas dieron vuelta la cabeza hacia nosotros.
-Perdona- dijo aún riéndose- a ver… ¿recuerdas cuando Víctor hablaba de una joven de un pueblo y decía que era “hermosa”?
-Sí
- ¿Sabes qué significa?
- Creo que sí, ¿quiere decir que la joven era linda para Víctor?
- Exacto, bueno… “apuesto” es un sinónonimo de lindo, significa lo mismo.
- Oh.
Había captado la idea, pero recordaba otros comentarios de aquella conversación, y no todos eran agradables.
Rodrigo volvió a romper en carcajadas, al parecer, por mi expresión, seguía el rumbo de mis pensamientos.
- No pienses eso, solo piensa que eres lindo para las mujeres, quédate con eso- dijo después de recuperarse del ataque de risa.
Minutos después, su expresión se volvió completamten seria.
- ¿Sabes?- preguntó.
- ¿Qué?
- Estuve pensando y… cuando lleguemos… tú no tienes a dónde ir y me preguntaba… si te gustaría vivir un tiempo conmigo y mi familia…
- ¡Por supuesto! – exclamé, haciendo sobresaltar a Rodrigo del susto.
Yo también había estado pensando en qué haría cuando llegáramos a Buenos Aires, no tenía idea de con qué me encontraría y la idea de que algún humano me guiara me resultaba fantástico.
- ¡Entonces quedamos así!- gritó satisfecho y fue el fin de la conversación.
Tanto él como yo nos sentíamos felices y estábamos impacientes porque fuera mañana.
martes, 14 de octubre de 2008
domingo, 5 de octubre de 2008
Capítulo tres
Cuando desperté aún sentía ese olor de flores venenosas, pero ya no tenían ese efecto de confusión y podía pensar con claridad.
Miré a mí alrededor y vi un gran grupo de humanos. Eran de tez morena (muy contrastante con mi piel pálida), mazo menos de mi misma altura (la de la forma humana) y muy musculosos. A simple vista, nadie parecía interesado en mí, pero yo percibía esas rápidas miradas llenas de temor y curiosidad, sobre todo en los más pequeños, que buscaban hacer cualquier tarea cerca de mí. Las mujeres, con la cabeza siempre gacha, controlaban a sus pequeños y observaban que no se desataran las cuerdas con las que me habían amarrado a un árbol. No muy lejos había varios caballos que relinchaban aterrados ante mi olor de peligroso depredador, pero nada podían hacer; ellos también estaban atados.
Muchos de los humanos, por no decir casi todos, llevaban un enorme manto, del que pude distinguir, la piel de nutria con que estaba hecho.
No entendí por qué lo llevaban, hacían que sus movimientos fueran menos ágiles y muy pesados.
Seguí observándolos hasta detenerme en una mujer que hacía presión sobre una estaca para clavarla en el suelo; la mujer era muy mayor y le costaba hundirla, pero no parecía dispuesta a pedir ayuda. Tenía en la mano varios cueros de animales y algunas estacas más. Supuse que estaba construyendo su casa, una igual a las cinco o más que había allí, que daban la sensación de que en cualquier momento se derrumbarían.
La mayor parte de los hombres parecían estar concentrados en pintar sus cuerpos y afilar sus armas, quizás iban a salir de caza, pero no parecía una simple casería, se les notaba su nerviosismo.
Y así, atado al tronco de un árbol, los hubiera seguido mirando fascinado, ya que nunca había estado tan cerca de los humanos, por lo menos desde hacía diez años, cuando mi madre aún vivía.
Un ruido ensordecedor se oyó y todos dejaron de hacer sus actividades, todos miraban expectantes el bosque. Varios hombres tomaron sus arcos y flechas, otros tomaron unos instrumentos que tenían dos o tres piedras casi esféricas unidas por una tira de cuero, más tarde supe que eran las famosas “boleadoras” de las que tanto oiría hablar de boca de los españoles.
Pasaron a penas unos minutos antes de que un humano saliera de la espesa vegetación dando gritos en un dialecto incomprensible y cayera al piso herido de muerte. Al principio no lo había notado, pero muy pronto me percaté de que su manto estaba cubierto de sangre proveniente del pecho.
El aire se impregnó de su olor, un olor exquisito, dulce. La atracción fue tal que por poco no rompía mis ligaduras y me echaba sobre el muerto. En ese momento me di cuenta que no había comido nada desde hacía dos días y fui conciente de mi estómago que rugía voraz ante el aroma. Aunque este no era solo de la carne del hombre, había otro olor, uno que no conocía.
Dos mujeres comenzaron a llorar por lo bajo. Apenas le prestaron atención, todo el mundo se puso en movimiento. Las mujeres llamaron a sus hijos, mientras desarmaban velozmente sus viviendas, la hacían un bollo y se la cargaban al hombro. Ahora entendía el sentido de que no estuvieran tan bien sujetas al piso. Los hombres cargaron con el resto de las cosas y montaron en sus caballos, menos dos, que se apresuraron a agarrar al muerto y llevárselo con ellos.
Y mientras todos huían despavoridos llevando todo lo que podían a sus espaldas, yo seguía sentado al lado del árbol, observando lo que pasaba. No entendía nada y menos entendí cuando otro grupo de hombres se paró en donde minutos antes habían estado los otros.
-¡Ahí hay uno de los nuestros!- gritó un humano señalándome.
Eran muy diferentes, estos eran un poco más altos, de piel muchísimo más pálida (aunque no llegaba a la blancura de la mía) y cubiertos de una tela que no pude identificarla. Su vestimenta cubría todas sus extremidades; no como los mantos de piel de nutria que había visto. Iban armados con una especie de caño largo y hueco por dentro.
-Ustedes sigan por ahí y alcancen a esos apestosos indios y ustedes liberen al muchacho- dijo uno del grupo, el cual portaba unas ropas más llamativas que los demás. Parecía ser el jefe.
Los hombres que fueron señalados enseguida se pusieron en movimiento.
Dos hombres se me acercaron y cortaron las cuerdas con un metal unido a un trozo de madera.
-¿Cómo te llamas, chico?
Sabía que me estaba hablando, pero no tenía la menor idea de lo que había dicho.
-¿Cómo te llamas?- repitió
Sin siquiera pensarlo le dije que no le entendía, y, por supuesto, el tampoco me entendió a mí.
-¿Cómo dijo que se llamaba?- preguntó incrédulo a su compañero.
- Creo que no dijo su nombre exactamente...
-¿Qué sucede?- dijo otro de los humanos mientras se acercaba. Ese era un poco más alto que los otros dos, tenía una pequeña barba y sus ojos color de almendras denotaban su curiosidad.
- Creo que no habla nuestro idioma, a ver si tú le entiendes Rodrigo.
Por la entonación, deduje que aquel hombre respondía al nombre de “Rodrigo”.
- ¿De dónde vienes? – me preguntó, pero no hizo falta que contestara para darse cuenta de que no le comprendía.
-Llevémoslo, después veremos qué haremos con él.
Cuando me ayudaron a pararme un fuerte dolor se apoderó de mi cuerpo. Enseguida supe por qué. Mis brazos, piernas y pecho tenían miles de profundos rasguños y marcas de afilados dientes, pero eso no fue nada comparado con esa aguda punzada en la espalda, que me obligó a caer de rodillas al suelo.
-¿Pero qué…?
Los hombres se quedaron mudos, observándome, observando una enorme herida que iba desde mi hombro derecho hasta el lado izquierdo de mi cadera.
-¡Llevémoslo al médico!- gritó Rodrigo, mientras se arrodillaba a mi lado y me examinaba.
-¡Oh, Dios! ¿Cómo pueden hacer esto los indios?
Otro hombre vino presuroso.
“¿Cuántos son? Parecen salir de la tierra como si nada” pensaba yo. Ya deben imaginarse la sorpresa que me di cuando conocí Buenos Aires.
Los dos hombres más cercanos, entre ellos Rodrigo, me sujetaron por los brazos y me llevaron casi a arrastras hacia otro lugar, muy parecido al campamento de “losindios” (como creí que llamaban a los otros seres humanos), pero hecho con otros materiales que no supe reconocer.
Me metieron en una de esas pequeñas viviendas, donde había otra persona con un uniforme completamente diferente al resto. Estaba vestido de blanco en vez de con los colores oscuros que utilizaban el resto.
Rodrigo le dio una serie de instrucciones y salió.
Quedé solo con el humano de blanco, quien empezó a tratar mis heridas. Una vez que hubo terminado se marchó sin siquiera dirigirme la palabra.
¿Qué hacer? Los humanos no parecían querer lastimarme, es más, incluso estaban curando mis heridas... Una idea pasó por mi mente.
¿Y si les seguía la corriente y me hacía pasar por uno de ellos?
Una parte de mí decía que era una locura, que me descubrirían y matarían. Aún así me contesté “¿y? ¿A quién le importaba si moría? Mi vida ya no tenía sentido ¿Qué tenía de malo darme alguna última aventura antes de morir?”
Una sonrisa curvó mis labios. Sí, estaba decidido, me haría pasar por uno de ellos.
Miré a mí alrededor y vi un gran grupo de humanos. Eran de tez morena (muy contrastante con mi piel pálida), mazo menos de mi misma altura (la de la forma humana) y muy musculosos. A simple vista, nadie parecía interesado en mí, pero yo percibía esas rápidas miradas llenas de temor y curiosidad, sobre todo en los más pequeños, que buscaban hacer cualquier tarea cerca de mí. Las mujeres, con la cabeza siempre gacha, controlaban a sus pequeños y observaban que no se desataran las cuerdas con las que me habían amarrado a un árbol. No muy lejos había varios caballos que relinchaban aterrados ante mi olor de peligroso depredador, pero nada podían hacer; ellos también estaban atados.
Muchos de los humanos, por no decir casi todos, llevaban un enorme manto, del que pude distinguir, la piel de nutria con que estaba hecho.
No entendí por qué lo llevaban, hacían que sus movimientos fueran menos ágiles y muy pesados.
Seguí observándolos hasta detenerme en una mujer que hacía presión sobre una estaca para clavarla en el suelo; la mujer era muy mayor y le costaba hundirla, pero no parecía dispuesta a pedir ayuda. Tenía en la mano varios cueros de animales y algunas estacas más. Supuse que estaba construyendo su casa, una igual a las cinco o más que había allí, que daban la sensación de que en cualquier momento se derrumbarían.
La mayor parte de los hombres parecían estar concentrados en pintar sus cuerpos y afilar sus armas, quizás iban a salir de caza, pero no parecía una simple casería, se les notaba su nerviosismo.
Y así, atado al tronco de un árbol, los hubiera seguido mirando fascinado, ya que nunca había estado tan cerca de los humanos, por lo menos desde hacía diez años, cuando mi madre aún vivía.
Un ruido ensordecedor se oyó y todos dejaron de hacer sus actividades, todos miraban expectantes el bosque. Varios hombres tomaron sus arcos y flechas, otros tomaron unos instrumentos que tenían dos o tres piedras casi esféricas unidas por una tira de cuero, más tarde supe que eran las famosas “boleadoras” de las que tanto oiría hablar de boca de los españoles.
Pasaron a penas unos minutos antes de que un humano saliera de la espesa vegetación dando gritos en un dialecto incomprensible y cayera al piso herido de muerte. Al principio no lo había notado, pero muy pronto me percaté de que su manto estaba cubierto de sangre proveniente del pecho.
El aire se impregnó de su olor, un olor exquisito, dulce. La atracción fue tal que por poco no rompía mis ligaduras y me echaba sobre el muerto. En ese momento me di cuenta que no había comido nada desde hacía dos días y fui conciente de mi estómago que rugía voraz ante el aroma. Aunque este no era solo de la carne del hombre, había otro olor, uno que no conocía.
Dos mujeres comenzaron a llorar por lo bajo. Apenas le prestaron atención, todo el mundo se puso en movimiento. Las mujeres llamaron a sus hijos, mientras desarmaban velozmente sus viviendas, la hacían un bollo y se la cargaban al hombro. Ahora entendía el sentido de que no estuvieran tan bien sujetas al piso. Los hombres cargaron con el resto de las cosas y montaron en sus caballos, menos dos, que se apresuraron a agarrar al muerto y llevárselo con ellos.
Y mientras todos huían despavoridos llevando todo lo que podían a sus espaldas, yo seguía sentado al lado del árbol, observando lo que pasaba. No entendía nada y menos entendí cuando otro grupo de hombres se paró en donde minutos antes habían estado los otros.
-¡Ahí hay uno de los nuestros!- gritó un humano señalándome.
Eran muy diferentes, estos eran un poco más altos, de piel muchísimo más pálida (aunque no llegaba a la blancura de la mía) y cubiertos de una tela que no pude identificarla. Su vestimenta cubría todas sus extremidades; no como los mantos de piel de nutria que había visto. Iban armados con una especie de caño largo y hueco por dentro.
-Ustedes sigan por ahí y alcancen a esos apestosos indios y ustedes liberen al muchacho- dijo uno del grupo, el cual portaba unas ropas más llamativas que los demás. Parecía ser el jefe.
Los hombres que fueron señalados enseguida se pusieron en movimiento.
Dos hombres se me acercaron y cortaron las cuerdas con un metal unido a un trozo de madera.
-¿Cómo te llamas, chico?
Sabía que me estaba hablando, pero no tenía la menor idea de lo que había dicho.
-¿Cómo te llamas?- repitió
Sin siquiera pensarlo le dije que no le entendía, y, por supuesto, el tampoco me entendió a mí.
-¿Cómo dijo que se llamaba?- preguntó incrédulo a su compañero.
- Creo que no dijo su nombre exactamente...
-¿Qué sucede?- dijo otro de los humanos mientras se acercaba. Ese era un poco más alto que los otros dos, tenía una pequeña barba y sus ojos color de almendras denotaban su curiosidad.
- Creo que no habla nuestro idioma, a ver si tú le entiendes Rodrigo.
Por la entonación, deduje que aquel hombre respondía al nombre de “Rodrigo”.
- ¿De dónde vienes? – me preguntó, pero no hizo falta que contestara para darse cuenta de que no le comprendía.
-Llevémoslo, después veremos qué haremos con él.
Cuando me ayudaron a pararme un fuerte dolor se apoderó de mi cuerpo. Enseguida supe por qué. Mis brazos, piernas y pecho tenían miles de profundos rasguños y marcas de afilados dientes, pero eso no fue nada comparado con esa aguda punzada en la espalda, que me obligó a caer de rodillas al suelo.
-¿Pero qué…?
Los hombres se quedaron mudos, observándome, observando una enorme herida que iba desde mi hombro derecho hasta el lado izquierdo de mi cadera.
-¡Llevémoslo al médico!- gritó Rodrigo, mientras se arrodillaba a mi lado y me examinaba.
-¡Oh, Dios! ¿Cómo pueden hacer esto los indios?
Otro hombre vino presuroso.
“¿Cuántos son? Parecen salir de la tierra como si nada” pensaba yo. Ya deben imaginarse la sorpresa que me di cuando conocí Buenos Aires.
Los dos hombres más cercanos, entre ellos Rodrigo, me sujetaron por los brazos y me llevaron casi a arrastras hacia otro lugar, muy parecido al campamento de “losindios” (como creí que llamaban a los otros seres humanos), pero hecho con otros materiales que no supe reconocer.
Me metieron en una de esas pequeñas viviendas, donde había otra persona con un uniforme completamente diferente al resto. Estaba vestido de blanco en vez de con los colores oscuros que utilizaban el resto.
Rodrigo le dio una serie de instrucciones y salió.
Quedé solo con el humano de blanco, quien empezó a tratar mis heridas. Una vez que hubo terminado se marchó sin siquiera dirigirme la palabra.
¿Qué hacer? Los humanos no parecían querer lastimarme, es más, incluso estaban curando mis heridas... Una idea pasó por mi mente.
¿Y si les seguía la corriente y me hacía pasar por uno de ellos?
Una parte de mí decía que era una locura, que me descubrirían y matarían. Aún así me contesté “¿y? ¿A quién le importaba si moría? Mi vida ya no tenía sentido ¿Qué tenía de malo darme alguna última aventura antes de morir?”
Una sonrisa curvó mis labios. Sí, estaba decidido, me haría pasar por uno de ellos.
jueves, 2 de octubre de 2008
Capítulo dos
Cuando me detuve en uno de los enormes árboles cambié a mi forma humana. De las tres formas que tengo (el humano, el lobo y el murciélago), la humana era la que menos me gustaba. En esto, concordaba con el gusto de mi padre, pero mi intento de estar y hacer todo lo contrario a él me decidió a transformarme en humano.
En realidad no debería llamar así a mis formas, ya que no son exactamente iguales a las verdaderas especies nombradas. Haber si me explico… Daré algunos ejemplos: el murciélago se caracteriza por ser ciego; "nuestro murciélago" ve perfectamente y puede variar considerablemente de tamaño. La del lobo tiene los sentidos muchísimo más agudos que el lobo en sí; lo mismo ocurre con la humana. Esta última la utilizaba muy pocas veces, su piel se lástima con demasiada facilidad y eso, sinceramente, me era muy frustrante, pero tiene una virtud que las demás no tienen y es que se pueden hacer subtransformaciones en la boca y en las manos.
Los dientes humanos no tienen casi nada de filo, apenas una pequeña punta en los colmillos. Esta subtransformación consiste en afilar todos los dientes con una estructura similar a la del lobo.
En las manos, remplazamos las uñas chatas y cortas que se parten de nada por otras más grandes y duras, de unos seis centímetros de largo aproximadamente y que tienen una forma cilíndrica que se va haciendo más pequeña hasta terminar en un pequeño gancho puntiagudo y filoso. Quedando así como una especie de garra.
Pero en ese momento no hice ninguna de las dos mutaciones, simplemente me eché en el piso e intenté volver a dormir.
Mi intento por conciliar el sueño fracasó estrepitosamente, pero aún no tenía ganas de levantarme, y seguí acostado durante bastante tiempo.
Mientras dormitaba distinguí, de entre todos los olores del bosque, uno que me era muy familiar.
“No puede ser” pensé. Sabía que no me debería resultar raro el hecho de que él estuviera merodeando por ahí, ya que era bastante de noche, pero no deseaba su compañía.
El olor se hizo más intenso, pero era más difícil distinguirlo. Había otros aromas de las mismas características. No estaba solo.
Mi infierno estaba a punto de comenzar.
-¡Que sorpresa encontrarte! _dijo sonriente Omiro.
Para mi sorpresa, él también tenía la forma humana, a diferencia de sus amigos, que se habían transformado en lobos y me observaban impacientes.
-Que sorpresa sería si te llegaras a enfrentar a alguien de tu tamaño y solo.
Estas palabras emergieron de mi boca como si tuvieran dependencia propia. Me quedé totalmente atónito de lo que había dicho, y al parecer, no era el único.
La sonrisa tan ensanchada de Omiro desapareció al instante. Su cara se le puso colorada de vergüenza y luego pasó al rojo de la ira.
Avanzó hacia a mí con una mirada asesina que jamás le había visto antes, me levantó de un tirón y me golpeó con todas sus fuerzas. Quedé aturdido y tardé unos segundos en reaccionar. Tiempo que Omiro y sus amigos no desaprovecharon.
Los lobos saltaron sobre mí y me sujetaron con sus enormes dientes, perforando la frágil piel.
Omiro se quedó con la misma forma, pero no tardó en hacer las subtransformaciones.
Grité de dolor, pero apenas pareció importarles. Me defendí como pude. Sabía que perdería, y si eso no acababa pronto, dudo de que sobreviviera. Debía cambiar de táctica, y la única disponible era la huida.
Esquivé una garra que intentó tomarme por la garganta y salí corriendo. Mi acción los sorprendió, dándome unos segundos de ventaja que no podía desperdiciar.
Sentía la adrenalina invadir todo mi cuerpo. Tenía que esconderme pronto, ¿pero dónde? No podía ocultarme en el bosque, en cualquier lado me hallarían, además, el rastro de sangre que estaba dejando me delataba.
“¡Piensa! ¡Piensa!” grité. Que fácil es decirlo ¿no? Pero la cosa era hacerlo y Omiro ya estaba alcanzándome.
Giré a la izquierda. ¿Cuándo se terminaría el bosque?
Seguí corriendo y sentí un horrendo olor, un perfume de rosas mezclado con una sustancia asquerosa que, sin siquiera verla, se podía notar el veneno mortal que contenía.
Los sentidos se me confundían, los ojos me mostraban cosas que no estaban, pero a pesar de toda esa confusión, estaba seguro de que me encontraba a salvo, por lo menos de Omiro, al que escuchaba gritar aterrado.
El aroma fue penetrando cada vez más en mí hasta que ya no lo sentí. Los ojos se me cerraban y mi cuerpo caía sin fuerza hacia el piso.
En realidad no debería llamar así a mis formas, ya que no son exactamente iguales a las verdaderas especies nombradas. Haber si me explico… Daré algunos ejemplos: el murciélago se caracteriza por ser ciego; "nuestro murciélago" ve perfectamente y puede variar considerablemente de tamaño. La del lobo tiene los sentidos muchísimo más agudos que el lobo en sí; lo mismo ocurre con la humana. Esta última la utilizaba muy pocas veces, su piel se lástima con demasiada facilidad y eso, sinceramente, me era muy frustrante, pero tiene una virtud que las demás no tienen y es que se pueden hacer subtransformaciones en la boca y en las manos.
Los dientes humanos no tienen casi nada de filo, apenas una pequeña punta en los colmillos. Esta subtransformación consiste en afilar todos los dientes con una estructura similar a la del lobo.
En las manos, remplazamos las uñas chatas y cortas que se parten de nada por otras más grandes y duras, de unos seis centímetros de largo aproximadamente y que tienen una forma cilíndrica que se va haciendo más pequeña hasta terminar en un pequeño gancho puntiagudo y filoso. Quedando así como una especie de garra.
Pero en ese momento no hice ninguna de las dos mutaciones, simplemente me eché en el piso e intenté volver a dormir.
Mi intento por conciliar el sueño fracasó estrepitosamente, pero aún no tenía ganas de levantarme, y seguí acostado durante bastante tiempo.
Mientras dormitaba distinguí, de entre todos los olores del bosque, uno que me era muy familiar.
“No puede ser” pensé. Sabía que no me debería resultar raro el hecho de que él estuviera merodeando por ahí, ya que era bastante de noche, pero no deseaba su compañía.
El olor se hizo más intenso, pero era más difícil distinguirlo. Había otros aromas de las mismas características. No estaba solo.
Mi infierno estaba a punto de comenzar.
-¡Que sorpresa encontrarte! _dijo sonriente Omiro.
Para mi sorpresa, él también tenía la forma humana, a diferencia de sus amigos, que se habían transformado en lobos y me observaban impacientes.
-Que sorpresa sería si te llegaras a enfrentar a alguien de tu tamaño y solo.
Estas palabras emergieron de mi boca como si tuvieran dependencia propia. Me quedé totalmente atónito de lo que había dicho, y al parecer, no era el único.
La sonrisa tan ensanchada de Omiro desapareció al instante. Su cara se le puso colorada de vergüenza y luego pasó al rojo de la ira.
Avanzó hacia a mí con una mirada asesina que jamás le había visto antes, me levantó de un tirón y me golpeó con todas sus fuerzas. Quedé aturdido y tardé unos segundos en reaccionar. Tiempo que Omiro y sus amigos no desaprovecharon.
Los lobos saltaron sobre mí y me sujetaron con sus enormes dientes, perforando la frágil piel.
Omiro se quedó con la misma forma, pero no tardó en hacer las subtransformaciones.
Grité de dolor, pero apenas pareció importarles. Me defendí como pude. Sabía que perdería, y si eso no acababa pronto, dudo de que sobreviviera. Debía cambiar de táctica, y la única disponible era la huida.
Esquivé una garra que intentó tomarme por la garganta y salí corriendo. Mi acción los sorprendió, dándome unos segundos de ventaja que no podía desperdiciar.
Sentía la adrenalina invadir todo mi cuerpo. Tenía que esconderme pronto, ¿pero dónde? No podía ocultarme en el bosque, en cualquier lado me hallarían, además, el rastro de sangre que estaba dejando me delataba.
“¡Piensa! ¡Piensa!” grité. Que fácil es decirlo ¿no? Pero la cosa era hacerlo y Omiro ya estaba alcanzándome.
Giré a la izquierda. ¿Cuándo se terminaría el bosque?
Seguí corriendo y sentí un horrendo olor, un perfume de rosas mezclado con una sustancia asquerosa que, sin siquiera verla, se podía notar el veneno mortal que contenía.
Los sentidos se me confundían, los ojos me mostraban cosas que no estaban, pero a pesar de toda esa confusión, estaba seguro de que me encontraba a salvo, por lo menos de Omiro, al que escuchaba gritar aterrado.
El aroma fue penetrando cada vez más en mí hasta que ya no lo sentí. Los ojos se me cerraban y mi cuerpo caía sin fuerza hacia el piso.
miércoles, 1 de octubre de 2008
Capítulo uno
Las cosas estaban borrosas y había una iluminación tan resplandeciente que me era imposible ver.
De repente todo se volvió negro, pero no era oscuridad precisamente, parecía como si de la nada hubieran puesto un telón negro y tu vista no pudiera ir más allá de eso. Yo no sabía si caminaba o flotaba, ni si estaba dando pequeños círculos o si iba en línea recta. Todo parecía tan monótono, tan irreal. No sabía en dónde me hallaba ni me preocupaba, apenas tenía conciencia de mí mismo.
Y mientras seguía caminando sin sentido, ese telón negro que me había quitado todo el campo visual se abrió y una luz me sosegó. Cuando mis ojos se acostumbraron al brusco cambio me acerqué a esa pequeña brecha que se había abierto.
Del otro lado era de día. No veo muy bien cuando aparece el Sol, prefiero la luz de la luna, pero todo era mejor comparado con esa extraña cortina negra donde minutos antes había estado.
Miré a mí alrededor, intentando reconocer el sitio en el que me hallaba, sin saber que, muy pronto, me arrepentiría de haberlo hecho. Estaba en un campamento de humanos.
En lo que parecía ser el centro del lugar había un enorme palo clavado en la tierra de tres o cuatro metros aproximadamente rodeado de un pilón de madera cortada. Curioso, me acerqué. Cuando estuve a tan solo unos metros de distancia una risa demoníaca irrumpió en el absoluto silencio.
Me di vuelta asustado y giré la cabeza hacia todos lados, buscando al ser que había producido semejante carcajada, pero no lo encontré. Quedé unos minutos inmóvil.
Silencio.
Aguanté la respiración, atento a cualquier sonido que pudiera surgir.
Silencio.
Un escalofrío empezó a recorrer todo mi cuerpo, temblaba de pies a cabeza. Era una sensación punzante que me hacía estremecer del horror.
Un leve crujido de hojas se escuchó de tras mío.
Totalmente dominado por el miedo giré la cabeza. En el centro del campamento había una mujer atada al enorme palo. Era alta, esbelta, flaca, con una cintura muy marcada y una piel totalmente blanca. Pero a pesar de su palidez era hermosísima. El cuerpo estaba muy erguido, a excepción de la cabeza, que la tenía levemente inclinada hacia abajo.
-¿Madre?
La mujer levantó bruscamente la cabeza y sus ojos se clavaron en los míos, unos ojos negros como la noche que suplicaban ayuda.
Pude contemplarla tan solo unos instantes, una espesa nube de humo proveniente del de las maderas y hojas ubicadas a los pies de ella la tapó.
Las ramas no tardaron en convertirse en cenizas, y el fuego se apresuró en quemar todo a su paso, trepando ágil y sin culpa por la frágil piel de la mujer.
-¡No!- grité aterrado mientras me levantaba de mi lecho, dándome la cabeza contra el techo de la cueva.
“Por una vez, tan solo por una vez, me gustaría poder dormir durante todo el día, sin pesadillas ni sobresaltos” dije en mi fuero interno, frotandome fuertemente la frente.
-¿Otra pesadilla?
Miré hacia el otro extremo de la cueva, donde un enorme lobo reposaba tranquilamente sobre la fría piedra. Estaba de espaldas a mí, así que no podía verle la cara.
-Sí- me limité a responder.
-¿Sobre tu madre?
-Sí- repetí.
-¿Se quemaba en la fogata de un campamento?- preguntó mi padre.
-Sí
-Podrías tener un poco más de imaginación.
Esa respuesta definitivamente no me la esperaba ¿Quién se creía para burlarse de mis pesadillas? ¿Y él? Él también murmuraba infinidad de veces el nombre de mi madre en sueños. Además, desde su muerte, se comportaba de una manera insoportable. Nunca tenía ganas de hacer nada, se quedaba sentado en la entrada de la cueva contemplando los árboles del bosque que teníamos en frente durante toda la noche.
-Por lo menos no me convertí en un muerto viviente.
Ese comentario no pareció agradarle en absoluto y tuvo la decencia de mirarme. Un leve rugido de amenaza salió de su hocico, mostrando sus afilados dientes y observándome con sus profundos ojos negros.
“Perfecto” me dije “si soy yo el que recibe la burla debo callarme y si es él tiene todo el derecho del mundo a ofenderse”. No podía aguantarlo más.
-Adiós- dije parándome sobre mis cuatro patas.
-¡Vuelve aquí!- lo oí gritar, pero apenas le di importancia. Solo deseaba apartarme de mi padre, de mi hogar y de todo lo conocido.
De repente todo se volvió negro, pero no era oscuridad precisamente, parecía como si de la nada hubieran puesto un telón negro y tu vista no pudiera ir más allá de eso. Yo no sabía si caminaba o flotaba, ni si estaba dando pequeños círculos o si iba en línea recta. Todo parecía tan monótono, tan irreal. No sabía en dónde me hallaba ni me preocupaba, apenas tenía conciencia de mí mismo.
Y mientras seguía caminando sin sentido, ese telón negro que me había quitado todo el campo visual se abrió y una luz me sosegó. Cuando mis ojos se acostumbraron al brusco cambio me acerqué a esa pequeña brecha que se había abierto.
Del otro lado era de día. No veo muy bien cuando aparece el Sol, prefiero la luz de la luna, pero todo era mejor comparado con esa extraña cortina negra donde minutos antes había estado.
Miré a mí alrededor, intentando reconocer el sitio en el que me hallaba, sin saber que, muy pronto, me arrepentiría de haberlo hecho. Estaba en un campamento de humanos.
En lo que parecía ser el centro del lugar había un enorme palo clavado en la tierra de tres o cuatro metros aproximadamente rodeado de un pilón de madera cortada. Curioso, me acerqué. Cuando estuve a tan solo unos metros de distancia una risa demoníaca irrumpió en el absoluto silencio.
Me di vuelta asustado y giré la cabeza hacia todos lados, buscando al ser que había producido semejante carcajada, pero no lo encontré. Quedé unos minutos inmóvil.
Silencio.
Aguanté la respiración, atento a cualquier sonido que pudiera surgir.
Silencio.
Un escalofrío empezó a recorrer todo mi cuerpo, temblaba de pies a cabeza. Era una sensación punzante que me hacía estremecer del horror.
Un leve crujido de hojas se escuchó de tras mío.
Totalmente dominado por el miedo giré la cabeza. En el centro del campamento había una mujer atada al enorme palo. Era alta, esbelta, flaca, con una cintura muy marcada y una piel totalmente blanca. Pero a pesar de su palidez era hermosísima. El cuerpo estaba muy erguido, a excepción de la cabeza, que la tenía levemente inclinada hacia abajo.
-¿Madre?
La mujer levantó bruscamente la cabeza y sus ojos se clavaron en los míos, unos ojos negros como la noche que suplicaban ayuda.
Pude contemplarla tan solo unos instantes, una espesa nube de humo proveniente del de las maderas y hojas ubicadas a los pies de ella la tapó.
Las ramas no tardaron en convertirse en cenizas, y el fuego se apresuró en quemar todo a su paso, trepando ágil y sin culpa por la frágil piel de la mujer.
-¡No!- grité aterrado mientras me levantaba de mi lecho, dándome la cabeza contra el techo de la cueva.
“Por una vez, tan solo por una vez, me gustaría poder dormir durante todo el día, sin pesadillas ni sobresaltos” dije en mi fuero interno, frotandome fuertemente la frente.
-¿Otra pesadilla?
Miré hacia el otro extremo de la cueva, donde un enorme lobo reposaba tranquilamente sobre la fría piedra. Estaba de espaldas a mí, así que no podía verle la cara.
-Sí- me limité a responder.
-¿Sobre tu madre?
-Sí- repetí.
-¿Se quemaba en la fogata de un campamento?- preguntó mi padre.
-Sí
-Podrías tener un poco más de imaginación.
Esa respuesta definitivamente no me la esperaba ¿Quién se creía para burlarse de mis pesadillas? ¿Y él? Él también murmuraba infinidad de veces el nombre de mi madre en sueños. Además, desde su muerte, se comportaba de una manera insoportable. Nunca tenía ganas de hacer nada, se quedaba sentado en la entrada de la cueva contemplando los árboles del bosque que teníamos en frente durante toda la noche.
-Por lo menos no me convertí en un muerto viviente.
Ese comentario no pareció agradarle en absoluto y tuvo la decencia de mirarme. Un leve rugido de amenaza salió de su hocico, mostrando sus afilados dientes y observándome con sus profundos ojos negros.
“Perfecto” me dije “si soy yo el que recibe la burla debo callarme y si es él tiene todo el derecho del mundo a ofenderse”. No podía aguantarlo más.
-Adiós- dije parándome sobre mis cuatro patas.
-¡Vuelve aquí!- lo oí gritar, pero apenas le di importancia. Solo deseaba apartarme de mi padre, de mi hogar y de todo lo conocido.
Prefacio
Estaba parado en frente de un montículo de tierra, donde yacía un ser con el que jamás podría volver a hablar.
Las pocas personas que estaban conmigo vestían de luto, o por lo menos, con las pocas ropas oscuras que le quedaban de sus pertenencias. Sus rotosas vestimentas las cubría una gruesa capa de sangre y tierra.
Se escuchaban sus respiraciones entrecortadas y se notaba el cansancio de sus músculos.
Nadie comprendía por qué quería enterrarlo allí, en el bosque. Nadie, menos Inés, que compartía mi secreto al igual que yo el de ella.
Muchos insistieron en que lo sepultara en el cementerio, como se hacía naturalmente, pero no lograron convencerme.
Nunca creí que la vida siguiera después de la muerte, pero ahora que se había ido, la idea de que existiera otro mundo me seducía. Me bastaba con imaginarme que de algún modo, de alguna forma, él seguía estando conmigo.
Me sentí mal por no haberlo enterrado entre los míos, mi verdadera familia, los de sangre fría. Pero de haberlo hecho habría levantado sospechas, y si quería seguir viviendo con los humanos más me valía comportarme como uno de ellos.
Pero el entierro no había sido ni en el cementerio, ni en el corazón del bosque. Sino en el medio de esos dos lugares. Lo había sepultado en el camino entre dos mundos, el mío y el de los humanos. Una tumba que me gustaría cuando llegara mi hora. Pero una cosa era mi entierro, la de un extraño, alguien diferente, y otra, muy distinta, la de él, un ser digno de su especie que tuvo que pasar por momentos horribles y tormentosos.
Yo no era humano, pero tampoco encajaba con mi raza. Era… el intermedio.
¿Furia? ¿Tristeza? Sí, un poco de ambos. No siento que pertenezca a ningún lado ¡hay tantas diversidades de especies y yo acá, sin encontrar alguna propia! Los humanos tienen varias cosas admirables que me hacen sentir bien con ellos, pero ¿cómo sentirme cómodo si ni siquiera me puedo mover con naturalidad? ¿Cómo hacer para que esta mentira constante no me mate?
¿Y si volviera con los míos? Un escalofrío recorrió mi cuerpo. No, no podía. Ya era demasiado tarde.
Las pocas personas que estaban conmigo vestían de luto, o por lo menos, con las pocas ropas oscuras que le quedaban de sus pertenencias. Sus rotosas vestimentas las cubría una gruesa capa de sangre y tierra.
Se escuchaban sus respiraciones entrecortadas y se notaba el cansancio de sus músculos.
Nadie comprendía por qué quería enterrarlo allí, en el bosque. Nadie, menos Inés, que compartía mi secreto al igual que yo el de ella.
Muchos insistieron en que lo sepultara en el cementerio, como se hacía naturalmente, pero no lograron convencerme.
Nunca creí que la vida siguiera después de la muerte, pero ahora que se había ido, la idea de que existiera otro mundo me seducía. Me bastaba con imaginarme que de algún modo, de alguna forma, él seguía estando conmigo.
Me sentí mal por no haberlo enterrado entre los míos, mi verdadera familia, los de sangre fría. Pero de haberlo hecho habría levantado sospechas, y si quería seguir viviendo con los humanos más me valía comportarme como uno de ellos.
Pero el entierro no había sido ni en el cementerio, ni en el corazón del bosque. Sino en el medio de esos dos lugares. Lo había sepultado en el camino entre dos mundos, el mío y el de los humanos. Una tumba que me gustaría cuando llegara mi hora. Pero una cosa era mi entierro, la de un extraño, alguien diferente, y otra, muy distinta, la de él, un ser digno de su especie que tuvo que pasar por momentos horribles y tormentosos.
Yo no era humano, pero tampoco encajaba con mi raza. Era… el intermedio.
¿Furia? ¿Tristeza? Sí, un poco de ambos. No siento que pertenezca a ningún lado ¡hay tantas diversidades de especies y yo acá, sin encontrar alguna propia! Los humanos tienen varias cosas admirables que me hacen sentir bien con ellos, pero ¿cómo sentirme cómodo si ni siquiera me puedo mover con naturalidad? ¿Cómo hacer para que esta mentira constante no me mate?
¿Y si volviera con los míos? Un escalofrío recorrió mi cuerpo. No, no podía. Ya era demasiado tarde.
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