miércoles, 17 de diciembre de 2008

Capítulo cinco

Esa mañana comenzó con una brecha de luz que había en la salida de mi carpa y que me golpeó los ojos. ¿Cómo hacían para sentirse cómodos caminando con ese sol radiante y caluroso? La noche, eso sí que es comodidad. Es fresca, silenciosa, bella y, sobretodo, se ve muchísimo mejor.
Ya estaba cansando de caerme por cada raíz que sobresalía del piso, pero al parecer eso era lo normal. Mis caídas eran muchísimo menos que las de la mayoría de los soldados. No podía evitar reír por lo bajo cada vez que me imaginaba a cualquiera de esos humanos caminar de noche. Si tantas veces se caían de día, cuando, supuestamente, sus ojos veían bien ¡lo que sería en plena oscuridad!
Pero a medida que nos acercábamos a destino, el suelo se iba haciendo más liso y con mucha menos vegetación.
Nunca me había alejado tanto de mi hogar, pero no sentía anhelo de volver, solo urgencia, necesidad y por sobre todo, curiosidad.
Pero no relataré toda la llegada hasta la casa de Rodrigo, porque, si bien para mi fue de lo más extraño y entretenido, sé que para un humano no lo sería. Así que sólo diré que llegamos hasta las puertas de Buenos Aires y tardé varios segundos en recordar como se cerraba la boca. Mi fascinación no pasó inadvertida, los soldados me miraban con extrañeza, incluso llegué a escuchar como Víctor le susurraba a uno de sus compañeros: “¿cuánto tiempo habrá estado con los indios?”.
Rodrigo intentó parecer desinteresado por mi reacción y simplemente saludó al resto y me llevó hasta su casa.
Antes de llegar, dos mujeres salieron disparadas de la puerta y saludaron con entusiasmo al recién llegado, tardaron bastante en percatarse de mi presencia.
Yo aproveché para examinarlas, ya que todavía no había entrado en contacto con el sexo femenino.
Eran bastante parecidas a las formas humanas femeninas de mi especie. Eran de piel más oscura, con los músculos bastante débiles y ojos más claros. Maso menos las mismas diferencias que yo tenía con los humanos.
Yo ya conocía algunas cosas de ellas por lo que me había contado Rodrigo y enseguida pude distinguir quién era Elizabeth, la madre y quién la hija, Inés.
Elizabeth me miró evaluativa y pareció sorprenderse del resultado. Inés hizo otro tanto, asombrada y con curiosidad.
- ¿quién es él?- pregunto la menor de las mujeres.
- ¿Por qué no se lo preguntas tú misma?- le respondió el padre.
Al ver que ella titubeaba, Elizabeth salió en su ayuda.
-Hola muchacho, dime, ¿cómo te llamas?
No estaba seguro qué responderle. En el campamento siempre se habían dirigido hacia mí como “el nuevo”, “el indio” o “el raro”. Pero el problema no era que me faltara nombre, el problema era que mi nombre jamás podría ser pronunciado por ellos. ¿Qué le diría? ¿Qué suena parecido al crujir de las hojas secas? ¿Al chocar de las rocas arrastradas por la corriente? “Dr” era un sonido que se asemejaba un poco, pero mi nombre tenía una mayor duración y opté por agregarle una “i”. En el final de la pronunciación se tenía que producir un sonido seco y cortante. Hubiera puesto la “c”, pero esta a veces sonaba como “s” o como “k”, y no estaba seguro que fonética adoptaría. Prefería terminar con la “k”, cuya pronunciación no tenía duda. Busqué en mi memoria alguna letra más del alfabeto humano, recordé la primera y enseguida decidí utilizarla para completar el nombre.
- Adrik- respondí, aliviado de que nadie había notado mi pausa.
- ¿Adrik? ¡Qué extraño nombre!
Y esa fue toda la conversación. No soy muy bueno para las conversaciones, aunque, debo admitir, tampoco me he esforzado en serlo. Mi forma de aprender es a partir de la observación y para tener una mejor vista, mis acciones siempre han sido de segundo plano. Quizás también se debiera a mi temor por ser descubierto.
Y si bien he intentado no llamar la atención, por muchos días fui el tema de conversación. Las mujeres varias veces se me acercaban y me pedían algo con algún falso pretexto ¡Recién ahora me doy cuenta de sus verdaderos motivos! Y ahora comprendo también esas miradas de odio que me dirigían los hombres.
¡Qué tontos son! Se dejan engañar tan fácilmente por las apariencias. Y pensar que esas mujeres no tenían idea de que se habían enamorado de un monstruo. ¿Cuántas veces habré aguantado ese olor dulce y sabroso que emanaba su sangre? ¿Y cuántas no habré podido soportarlo?
Ya sé, suena escalofriante la idea de que haya matado a mujeres inocentes, pero no voy a mentir. Quiero contarles esta historia, y no me da miedo que me descubran, porque sé, que por más veces que les repita que soy un ser peligroso, un monstruo, ustedes seguirán pensando que se trata de una simple persona escribiendo una historia. La sociedad se ha vuelto demasiado soberbia y sus ojos se han vuelto ciegos. En los tiempos de los indios… ¡Hay! ¡Ahí sí que había que cuidarse! Aunque… ahora son los humanos los que tienen que cuidarse. Me he hecho amigo de muchos de su especie y me duele pensar que si alguna vez tienen que caminar en las frías noches de la ciudad, puede que ya no los vuelva a ver.
Los humanos han destruido nuestro hábitat, el nuestro y el de todos los animales. Hoy en día no hay muchos de mi especie. Nosotros somos muy conservadores y preferimos morir antes que aceptar los cambios. Mejor dicho… ellos. He tomado decisiones tan absurdas y locas y he aceptado tantos cambios que ya no encajo en las definiciones de mi especie.
Sé que algunos no han tenido el valor de despedirse de este mundo y han intentado adaptarse.
Desearía seguir contándoles esta historia, pero ahora debo irme. Allá lejos veo la luna, hermosa como siempre, y mirarla, me atrapa, me pierdo en su blancura. Me voy, pero antes de irme les diré una cosa. No todas las desapariciones que salen en las noticias han sido a causa de algún humano. Tampoco nos echen toda la culpa, varios de su especie han cometido crímenes mucho más terroríficos que nosotros, y lamento decirlo, pero he sido testigo de varios. Quizás les cuente algunos, pero más tarde… la luna espera.

martes, 14 de octubre de 2008

Capítulo cuatro

Después de mucho esfuerzo, Rodrigo me pudo comunicar que nuestro viaje hasta Buenos Aires duraría unas tres semanas, es decir, veintiún crepúsculos, y que estaría dispuesto a enseñarme su lenguaje.
Y así fue. La mayor parte del camino me dedicaba a señalar objetos o acciones para que el soldado me dijera sus respectivos nombres. No fue tan difícil aprender el lenguaje como supuse que iba a hacer. Su forma de producir sonidos era muy monótona y sencilla comparado con la mía y eso me favorecía. Y aunque no me lo creían posible, a fines de la tercera semana ya tenía un dominio del lenguaje, básico, pero bastante bueno.
-Mañana ya podremos dormir con nuestras mujeres- dijo Ricardo, uno de los tantos soldados.
Todos sonrieron ante la perspectiva, estaban cansados y el comentario no solo les había dado el recuerdo de sus seres queridos, sino de su hogar, de una cama y de la comodidad que representaba todo aquello.
Aunque esa visión de felicidad se le borró enseguida a Rodrigo cuando Víctor, un humano alto, fuerte y con una actitud bastante soberbia e inquisitiva se le acercó
- Dime… ¿qué vas a hacer con el muchacho?- preguntó señalándome con la cabeza, parecía estar disfrutando de la frustración que le había causado al otro.
- No lo sé…
- Pues apresúrate, porque hoy es el último día de tomar una decisión
- No puedo dejarlo en la calle así sin más, no sé...
Aparenté no prestar atención cuando me miró, sabía que un humano no podría escuchar esa conversación que se producía en un rincón del campamento.
- ¿Y qué vas a hacer? ¿Quedártelo como mascota?
- No como mascota exactamente…
- ¡Oh! ¡Por favor! ¡No puedes adoptar a cualquier bicho que se te cruce en el camino!
- No es ningún bicho, creo que lo has visto suficiente para darte cuenta de que es especial- contraatacó Rodrigo, que si bien no elevó el tono, su voz denotaba firmeza.
-No es especial -dijo Víctor disminuyendo el tono-, es anormal. Y no me digas que no es así, porque eso sí que no lo puedes negar ¿qué clase de persona duerme haciéndose un ovillo y grita cosas incomprensibles una vez cada tres noches?
Un ardor amenazó con enrojecer mis mejillas. No podía evitar dormir de esa manera y cada vez que dormía siempre tenía pesadillas con mi madre, las noches (en las cuales tuve que acostumbrarme a dormir) que no grité desesperado eran por el simple hecho de que no dormía. Odiaba dormir.
-Es cierto que tiene algunas actitudes un tanto extrañas, pero ¡mira cómo aprende! Además…
-Oye –le cortó- sé que te has encariñado con él, si piensas adoptarlo es tu problema, no el mío, además… este tema ya me aburrió.
Enseguida noté el gesto de disgusto de Rodrigo ante el último comentario; y estuve de acuerdo con él ¿Qué se creía? ¿Vino a hacerle un recordatorio de sus preocupaciones y luego a marcharse porque el tema le había aburrido? Eso sí que era ser un maldito desgraciado, ahora comprendía por qué no se llevaban muy bien.
El resto del día Rodrigo no le habló, en realidad, no habló con casi nadie. Estaba muy pensativo y dudaba de que sólo se tratara de mí. Así que decidí, cuando el sol se escondió entre los árboles, acercarme.
-Hola
Rodrigo miró hacia el bosque, desconcertado, y luego se percató de que yo había emitido el sonido.
-Hola –dijo, aún sorprendido por mi acento un tanto “exótico”- ¿Qué te trae por aquí?
- Me preguntaba si podría conocer a tu familia, todos parecieron muy felices cuando mencionaron a sus esposas- sonreí, y Rodrigo no pudo evitar devolvérmela.
- Por supuesto que sí, además, si Inés o Elizabeth te vieran seguro que te querrían visitar todos los días –sonrió y luego soltó una pequeña risita, como si se tratase de algún chiste. No lo comprendí y me apresuré a decírselo.
- No entendí
-Oh, olvídalo, es solo que eres bastante… llamativo- y al ver que seguía sin captar el chiste agregó- lo que quiero decir es que serías bastante apuesto para las mujeres.
Seguí sin comprender, ya que no sabía la palabra fundamental de la oración, “apuesto”. Rodrigo parecía intentar explicarme algo de una forma sutil y correcta y eso suponía utilizar un lenguaje un poco menos rudimentario.
- ¿Qué significa “apuesto”? –pregunté. Rodrigo me miró incrédulo y luego se echó a reír tan estrenduosamente que las personas más cercanas dieron vuelta la cabeza hacia nosotros.
-Perdona- dijo aún riéndose- a ver… ¿recuerdas cuando Víctor hablaba de una joven de un pueblo y decía que era “hermosa”?
-Sí
- ¿Sabes qué significa?
- Creo que sí, ¿quiere decir que la joven era linda para Víctor?
- Exacto, bueno… “apuesto” es un sinónonimo de lindo, significa lo mismo.
- Oh.
Había captado la idea, pero recordaba otros comentarios de aquella conversación, y no todos eran agradables.
Rodrigo volvió a romper en carcajadas, al parecer, por mi expresión, seguía el rumbo de mis pensamientos.
- No pienses eso, solo piensa que eres lindo para las mujeres, quédate con eso- dijo después de recuperarse del ataque de risa.
Minutos después, su expresión se volvió completamten seria.
- ¿Sabes?- preguntó.
- ¿Qué?
- Estuve pensando y… cuando lleguemos… tú no tienes a dónde ir y me preguntaba… si te gustaría vivir un tiempo conmigo y mi familia…
- ¡Por supuesto! – exclamé, haciendo sobresaltar a Rodrigo del susto.
Yo también había estado pensando en qué haría cuando llegáramos a Buenos Aires, no tenía idea de con qué me encontraría y la idea de que algún humano me guiara me resultaba fantástico.
- ¡Entonces quedamos así!- gritó satisfecho y fue el fin de la conversación.
Tanto él como yo nos sentíamos felices y estábamos impacientes porque fuera mañana.

domingo, 5 de octubre de 2008

Capítulo tres

Cuando desperté aún sentía ese olor de flores venenosas, pero ya no tenían ese efecto de confusión y podía pensar con claridad.
Miré a mí alrededor y vi un gran grupo de humanos. Eran de tez morena (muy contrastante con mi piel pálida), mazo menos de mi misma altura (la de la forma humana) y muy musculosos. A simple vista, nadie parecía interesado en mí, pero yo percibía esas rápidas miradas llenas de temor y curiosidad, sobre todo en los más pequeños, que buscaban hacer cualquier tarea cerca de mí. Las mujeres, con la cabeza siempre gacha, controlaban a sus pequeños y observaban que no se desataran las cuerdas con las que me habían amarrado a un árbol. No muy lejos había varios caballos que relinchaban aterrados ante mi olor de peligroso depredador, pero nada podían hacer; ellos también estaban atados.
Muchos de los humanos, por no decir casi todos, llevaban un enorme manto, del que pude distinguir, la piel de nutria con que estaba hecho.
No entendí por qué lo llevaban, hacían que sus movimientos fueran menos ágiles y muy pesados.
Seguí observándolos hasta detenerme en una mujer que hacía presión sobre una estaca para clavarla en el suelo; la mujer era muy mayor y le costaba hundirla, pero no parecía dispuesta a pedir ayuda. Tenía en la mano varios cueros de animales y algunas estacas más. Supuse que estaba construyendo su casa, una igual a las cinco o más que había allí, que daban la sensación de que en cualquier momento se derrumbarían.
La mayor parte de los hombres parecían estar concentrados en pintar sus cuerpos y afilar sus armas, quizás iban a salir de caza, pero no parecía una simple casería, se les notaba su nerviosismo.
Y así, atado al tronco de un árbol, los hubiera seguido mirando fascinado, ya que nunca había estado tan cerca de los humanos, por lo menos desde hacía diez años, cuando mi madre aún vivía.
Un ruido ensordecedor se oyó y todos dejaron de hacer sus actividades, todos miraban expectantes el bosque. Varios hombres tomaron sus arcos y flechas, otros tomaron unos instrumentos que tenían dos o tres piedras casi esféricas unidas por una tira de cuero, más tarde supe que eran las famosas “boleadoras” de las que tanto oiría hablar de boca de los españoles.
Pasaron a penas unos minutos antes de que un humano saliera de la espesa vegetación dando gritos en un dialecto incomprensible y cayera al piso herido de muerte. Al principio no lo había notado, pero muy pronto me percaté de que su manto estaba cubierto de sangre proveniente del pecho.
El aire se impregnó de su olor, un olor exquisito, dulce. La atracción fue tal que por poco no rompía mis ligaduras y me echaba sobre el muerto. En ese momento me di cuenta que no había comido nada desde hacía dos días y fui conciente de mi estómago que rugía voraz ante el aroma. Aunque este no era solo de la carne del hombre, había otro olor, uno que no conocía.
Dos mujeres comenzaron a llorar por lo bajo. Apenas le prestaron atención, todo el mundo se puso en movimiento. Las mujeres llamaron a sus hijos, mientras desarmaban velozmente sus viviendas, la hacían un bollo y se la cargaban al hombro. Ahora entendía el sentido de que no estuvieran tan bien sujetas al piso. Los hombres cargaron con el resto de las cosas y montaron en sus caballos, menos dos, que se apresuraron a agarrar al muerto y llevárselo con ellos.
Y mientras todos huían despavoridos llevando todo lo que podían a sus espaldas, yo seguía sentado al lado del árbol, observando lo que pasaba. No entendía nada y menos entendí cuando otro grupo de hombres se paró en donde minutos antes habían estado los otros.
-¡Ahí hay uno de los nuestros!- gritó un humano señalándome.
Eran muy diferentes, estos eran un poco más altos, de piel muchísimo más pálida (aunque no llegaba a la blancura de la mía) y cubiertos de una tela que no pude identificarla. Su vestimenta cubría todas sus extremidades; no como los mantos de piel de nutria que había visto. Iban armados con una especie de caño largo y hueco por dentro.
-Ustedes sigan por ahí y alcancen a esos apestosos indios y ustedes liberen al muchacho- dijo uno del grupo, el cual portaba unas ropas más llamativas que los demás. Parecía ser el jefe.
Los hombres que fueron señalados enseguida se pusieron en movimiento.
Dos hombres se me acercaron y cortaron las cuerdas con un metal unido a un trozo de madera.
-¿Cómo te llamas, chico?
Sabía que me estaba hablando, pero no tenía la menor idea de lo que había dicho.
-¿Cómo te llamas?- repitió
Sin siquiera pensarlo le dije que no le entendía, y, por supuesto, el tampoco me entendió a mí.
-¿Cómo dijo que se llamaba?- preguntó incrédulo a su compañero.
- Creo que no dijo su nombre exactamente...
-¿Qué sucede?- dijo otro de los humanos mientras se acercaba. Ese era un poco más alto que los otros dos, tenía una pequeña barba y sus ojos color de almendras denotaban su curiosidad.
- Creo que no habla nuestro idioma, a ver si tú le entiendes Rodrigo.
Por la entonación, deduje que aquel hombre respondía al nombre de “Rodrigo”.
- ¿De dónde vienes? – me preguntó, pero no hizo falta que contestara para darse cuenta de que no le comprendía.
-Llevémoslo, después veremos qué haremos con él.
Cuando me ayudaron a pararme un fuerte dolor se apoderó de mi cuerpo. Enseguida supe por qué. Mis brazos, piernas y pecho tenían miles de profundos rasguños y marcas de afilados dientes, pero eso no fue nada comparado con esa aguda punzada en la espalda, que me obligó a caer de rodillas al suelo.
-¿Pero qué…?
Los hombres se quedaron mudos, observándome, observando una enorme herida que iba desde mi hombro derecho hasta el lado izquierdo de mi cadera.
-¡Llevémoslo al médico!- gritó Rodrigo, mientras se arrodillaba a mi lado y me examinaba.
-¡Oh, Dios! ¿Cómo pueden hacer esto los indios?
Otro hombre vino presuroso.
“¿Cuántos son? Parecen salir de la tierra como si nada” pensaba yo. Ya deben imaginarse la sorpresa que me di cuando conocí Buenos Aires.
Los dos hombres más cercanos, entre ellos Rodrigo, me sujetaron por los brazos y me llevaron casi a arrastras hacia otro lugar, muy parecido al campamento de “losindios” (como creí que llamaban a los otros seres humanos), pero hecho con otros materiales que no supe reconocer.
Me metieron en una de esas pequeñas viviendas, donde había otra persona con un uniforme completamente diferente al resto. Estaba vestido de blanco en vez de con los colores oscuros que utilizaban el resto.
Rodrigo le dio una serie de instrucciones y salió.
Quedé solo con el humano de blanco, quien empezó a tratar mis heridas. Una vez que hubo terminado se marchó sin siquiera dirigirme la palabra.
¿Qué hacer? Los humanos no parecían querer lastimarme, es más, incluso estaban curando mis heridas... Una idea pasó por mi mente.
¿Y si les seguía la corriente y me hacía pasar por uno de ellos?
Una parte de mí decía que era una locura, que me descubrirían y matarían. Aún así me contesté “¿y? ¿A quién le importaba si moría? Mi vida ya no tenía sentido ¿Qué tenía de malo darme alguna última aventura antes de morir?”
Una sonrisa curvó mis labios. Sí, estaba decidido, me haría pasar por uno de ellos.

jueves, 2 de octubre de 2008

Capítulo dos

Cuando me detuve en uno de los enormes árboles cambié a mi forma humana. De las tres formas que tengo (el humano, el lobo y el murciélago), la humana era la que menos me gustaba. En esto, concordaba con el gusto de mi padre, pero mi intento de estar y hacer todo lo contrario a él me decidió a transformarme en humano.
En realidad no debería llamar así a mis formas, ya que no son exactamente iguales a las verdaderas especies nombradas. Haber si me explico… Daré algunos ejemplos: el murciélago se caracteriza por ser ciego; "nuestro murciélago" ve perfectamente y puede variar considerablemente de tamaño. La del lobo tiene los sentidos muchísimo más agudos que el lobo en sí; lo mismo ocurre con la humana. Esta última la utilizaba muy pocas veces, su piel se lástima con demasiada facilidad y eso, sinceramente, me era muy frustrante, pero tiene una virtud que las demás no tienen y es que se pueden hacer subtransformaciones en la boca y en las manos.
Los dientes humanos no tienen casi nada de filo, apenas una pequeña punta en los colmillos. Esta subtransformación consiste en afilar todos los dientes con una estructura similar a la del lobo.
En las manos, remplazamos las uñas chatas y cortas que se parten de nada por otras más grandes y duras, de unos seis centímetros de largo aproximadamente y que tienen una forma cilíndrica que se va haciendo más pequeña hasta terminar en un pequeño gancho puntiagudo y filoso. Quedando así como una especie de garra.
Pero en ese momento no hice ninguna de las dos mutaciones, simplemente me eché en el piso e intenté volver a dormir.
Mi intento por conciliar el sueño fracasó estrepitosamente, pero aún no tenía ganas de levantarme, y seguí acostado durante bastante tiempo.
Mientras dormitaba distinguí, de entre todos los olores del bosque, uno que me era muy familiar.
“No puede ser” pensé. Sabía que no me debería resultar raro el hecho de que él estuviera merodeando por ahí, ya que era bastante de noche, pero no deseaba su compañía.
El olor se hizo más intenso, pero era más difícil distinguirlo. Había otros aromas de las mismas características. No estaba solo.
Mi infierno estaba a punto de comenzar.
-¡Que sorpresa encontrarte! _dijo sonriente Omiro.
Para mi sorpresa, él también tenía la forma humana, a diferencia de sus amigos, que se habían transformado en lobos y me observaban impacientes.
-Que sorpresa sería si te llegaras a enfrentar a alguien de tu tamaño y solo.
Estas palabras emergieron de mi boca como si tuvieran dependencia propia. Me quedé totalmente atónito de lo que había dicho, y al parecer, no era el único.
La sonrisa tan ensanchada de Omiro desapareció al instante. Su cara se le puso colorada de vergüenza y luego pasó al rojo de la ira.
Avanzó hacia a mí con una mirada asesina que jamás le había visto antes, me levantó de un tirón y me golpeó con todas sus fuerzas. Quedé aturdido y tardé unos segundos en reaccionar. Tiempo que Omiro y sus amigos no desaprovecharon.
Los lobos saltaron sobre mí y me sujetaron con sus enormes dientes, perforando la frágil piel.
Omiro se quedó con la misma forma, pero no tardó en hacer las subtransformaciones.
Grité de dolor, pero apenas pareció importarles. Me defendí como pude. Sabía que perdería, y si eso no acababa pronto, dudo de que sobreviviera. Debía cambiar de táctica, y la única disponible era la huida.
Esquivé una garra que intentó tomarme por la garganta y salí corriendo. Mi acción los sorprendió, dándome unos segundos de ventaja que no podía desperdiciar.
Sentía la adrenalina invadir todo mi cuerpo. Tenía que esconderme pronto, ¿pero dónde? No podía ocultarme en el bosque, en cualquier lado me hallarían, además, el rastro de sangre que estaba dejando me delataba.
“¡Piensa! ¡Piensa!” grité. Que fácil es decirlo ¿no? Pero la cosa era hacerlo y Omiro ya estaba alcanzándome.
Giré a la izquierda. ¿Cuándo se terminaría el bosque?
Seguí corriendo y sentí un horrendo olor, un perfume de rosas mezclado con una sustancia asquerosa que, sin siquiera verla, se podía notar el veneno mortal que contenía.
Los sentidos se me confundían, los ojos me mostraban cosas que no estaban, pero a pesar de toda esa confusión, estaba seguro de que me encontraba a salvo, por lo menos de Omiro, al que escuchaba gritar aterrado.
El aroma fue penetrando cada vez más en mí hasta que ya no lo sentí. Los ojos se me cerraban y mi cuerpo caía sin fuerza hacia el piso.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Capítulo uno

Las cosas estaban borrosas y había una iluminación tan resplandeciente que me era imposible ver.
De repente todo se volvió negro, pero no era oscuridad precisamente, parecía como si de la nada hubieran puesto un telón negro y tu vista no pudiera ir más allá de eso. Yo no sabía si caminaba o flotaba, ni si estaba dando pequeños círculos o si iba en línea recta. Todo parecía tan monótono, tan irreal. No sabía en dónde me hallaba ni me preocupaba, apenas tenía conciencia de mí mismo.
Y mientras seguía caminando sin sentido, ese telón negro que me había quitado todo el campo visual se abrió y una luz me sosegó. Cuando mis ojos se acostumbraron al brusco cambio me acerqué a esa pequeña brecha que se había abierto.
Del otro lado era de día. No veo muy bien cuando aparece el Sol, prefiero la luz de la luna, pero todo era mejor comparado con esa extraña cortina negra donde minutos antes había estado.
Miré a mí alrededor, intentando reconocer el sitio en el que me hallaba, sin saber que, muy pronto, me arrepentiría de haberlo hecho. Estaba en un campamento de humanos.
En lo que parecía ser el centro del lugar había un enorme palo clavado en la tierra de tres o cuatro metros aproximadamente rodeado de un pilón de madera cortada. Curioso, me acerqué. Cuando estuve a tan solo unos metros de distancia una risa demoníaca irrumpió en el absoluto silencio.
Me di vuelta asustado y giré la cabeza hacia todos lados, buscando al ser que había producido semejante carcajada, pero no lo encontré. Quedé unos minutos inmóvil.
Silencio.
Aguanté la respiración, atento a cualquier sonido que pudiera surgir.
Silencio.
Un escalofrío empezó a recorrer todo mi cuerpo, temblaba de pies a cabeza. Era una sensación punzante que me hacía estremecer del horror.
Un leve crujido de hojas se escuchó de tras mío.
Totalmente dominado por el miedo giré la cabeza. En el centro del campamento había una mujer atada al enorme palo. Era alta, esbelta, flaca, con una cintura muy marcada y una piel totalmente blanca. Pero a pesar de su palidez era hermosísima. El cuerpo estaba muy erguido, a excepción de la cabeza, que la tenía levemente inclinada hacia abajo.
-¿Madre?
La mujer levantó bruscamente la cabeza y sus ojos se clavaron en los míos, unos ojos negros como la noche que suplicaban ayuda.
Pude contemplarla tan solo unos instantes, una espesa nube de humo proveniente del de las maderas y hojas ubicadas a los pies de ella la tapó.
Las ramas no tardaron en convertirse en cenizas, y el fuego se apresuró en quemar todo a su paso, trepando ágil y sin culpa por la frágil piel de la mujer.
-¡No!- grité aterrado mientras me levantaba de mi lecho, dándome la cabeza contra el techo de la cueva.
“Por una vez, tan solo por una vez, me gustaría poder dormir durante todo el día, sin pesadillas ni sobresaltos” dije en mi fuero interno, frotandome fuertemente la frente.
-¿Otra pesadilla?
Miré hacia el otro extremo de la cueva, donde un enorme lobo reposaba tranquilamente sobre la fría piedra. Estaba de espaldas a mí, así que no podía verle la cara.
-Sí- me limité a responder.
-¿Sobre tu madre?
-Sí- repetí.
-¿Se quemaba en la fogata de un campamento?- preguntó mi padre.
-Sí
-Podrías tener un poco más de imaginación.
Esa respuesta definitivamente no me la esperaba ¿Quién se creía para burlarse de mis pesadillas? ¿Y él? Él también murmuraba infinidad de veces el nombre de mi madre en sueños. Además, desde su muerte, se comportaba de una manera insoportable. Nunca tenía ganas de hacer nada, se quedaba sentado en la entrada de la cueva contemplando los árboles del bosque que teníamos en frente durante toda la noche.
-Por lo menos no me convertí en un muerto viviente.
Ese comentario no pareció agradarle en absoluto y tuvo la decencia de mirarme. Un leve rugido de amenaza salió de su hocico, mostrando sus afilados dientes y observándome con sus profundos ojos negros.
“Perfecto” me dije “si soy yo el que recibe la burla debo callarme y si es él tiene todo el derecho del mundo a ofenderse”. No podía aguantarlo más.
-Adiós- dije parándome sobre mis cuatro patas.
-¡Vuelve aquí!- lo oí gritar, pero apenas le di importancia. Solo deseaba apartarme de mi padre, de mi hogar y de todo lo conocido.

Prefacio

Estaba parado en frente de un montículo de tierra, donde yacía un ser con el que jamás podría volver a hablar.
Las pocas personas que estaban conmigo vestían de luto, o por lo menos, con las pocas ropas oscuras que le quedaban de sus pertenencias. Sus rotosas vestimentas las cubría una gruesa capa de sangre y tierra.
Se escuchaban sus respiraciones entrecortadas y se notaba el cansancio de sus músculos.
Nadie comprendía por qué quería enterrarlo allí, en el bosque. Nadie, menos Inés, que compartía mi secreto al igual que yo el de ella.
Muchos insistieron en que lo sepultara en el cementerio, como se hacía naturalmente, pero no lograron convencerme.
Nunca creí que la vida siguiera después de la muerte, pero ahora que se había ido, la idea de que existiera otro mundo me seducía. Me bastaba con imaginarme que de algún modo, de alguna forma, él seguía estando conmigo.
Me sentí mal por no haberlo enterrado entre los míos, mi verdadera familia, los de sangre fría. Pero de haberlo hecho habría levantado sospechas, y si quería seguir viviendo con los humanos más me valía comportarme como uno de ellos.
Pero el entierro no había sido ni en el cementerio, ni en el corazón del bosque. Sino en el medio de esos dos lugares. Lo había sepultado en el camino entre dos mundos, el mío y el de los humanos. Una tumba que me gustaría cuando llegara mi hora. Pero una cosa era mi entierro, la de un extraño, alguien diferente, y otra, muy distinta, la de él, un ser digno de su especie que tuvo que pasar por momentos horribles y tormentosos.
Yo no era humano, pero tampoco encajaba con mi raza. Era… el intermedio.
¿Furia? ¿Tristeza? Sí, un poco de ambos. No siento que pertenezca a ningún lado ¡hay tantas diversidades de especies y yo acá, sin encontrar alguna propia! Los humanos tienen varias cosas admirables que me hacen sentir bien con ellos, pero ¿cómo sentirme cómodo si ni siquiera me puedo mover con naturalidad? ¿Cómo hacer para que esta mentira constante no me mate?
¿Y si volviera con los míos? Un escalofrío recorrió mi cuerpo. No, no podía. Ya era demasiado tarde.

jueves, 25 de septiembre de 2008

Las heridas de la vida

No sé cómo llegué hasta aquí
Conseguí la paz al fin
Ya no siento ese dolor
Que rompió mi corazón

Yo vivía muy feliz,
Pero un día eso cambió
La muerte nos visitó
Y a mi madre se llevó

Nuestra casa ensombrecida
Ya no era bienvenida
El jardín se marchitaba
Y los pájaros callaban

Pero el tiempo transcurrió
Y logré la paz al fin
Ya no siento ese dolor
Que rompió mi corazón

Yo no sé si se marchó
O si yo me acostumbré
A vivir con esa herida
Arraigada de por vida

martes, 23 de septiembre de 2008

Las consecuencias de nuestras acciones

Hay muchas personas que no les gusta la posibilidad de que exista un destino que no se pueda cambiar, les molesta no poder depender de sí mismo para construir su vida. Yo, sin embargo, esta idea no me molesta mientras no sepa cual es mi destino. Al fin y al cabo, creeré que estoy dirigiendo mi propia vida; seré como una ficha de ajedrez.

El futuro.

Sí, definitivamente, pensar en esa palabra me da miedo, es como caminar en una viga con los ojos vendados. Dando un paso a la vez con mucho cuidado de no caerse.

Varias veces deseé saber mi futuro, pero ahora ya no, porque me detuve a pensar cómo sería la vida entonces.

Si los humanos ya somos unos seres dependientes, lo seríamos mucho más si supiéramos las consecuencias de nuestras acciones; nunca estaríamos satisfechos e intentaríamos cambiarlas constantemente. Pensaríamos todo el tiempo en cómo sería algo si se hiciera tal acción en vez de dejar que las cosas ocurran. Y, asustados por no encontrar la solución perfecta, simplemente no haríamos nada.

A veces, es mejor no saber ciertas cosas…

viernes, 19 de septiembre de 2008

¿Cómo somos realmente?

La vida es una incógnita, nunca sabes cómo eres realmente.
Tus lazos y relaciones o la falta de ellos te lo impiden. Quizás te comerías un tercer plato de comida y sin embargo no lo haces porque nadie lo hace, pero si todos se sirvieran el tercer plato vos los imitarías con gusto. Y entonces es cuando la gente te dice “¿Y si todo el mundo se tirara desde el quinto piso vos lo harías?” y enseguida contestarías que no, pero ¿estás completamente seguro? Si tu madre se tirara, luego tu padre y tus hermanos e incluso tus amigos ¿no los seguirías? ¿Te quedarías viviendo con todos los agujeros que te dejaron en el corazón? ¿No buscarías una razón por la cual tus conocidos se tiraron para justificarte tus ganas de seguirlos?
No podrías responder con exactitud porque no sabes cómo sería exactamente tu reacción si todo el mundo se tirara.
Y así dependemos del otro constantemente, desde las cosas más insignificantes como comerse la tercera porción de comida a suicidarse desde el quinto piso.
Entonces… ¿cómo somos realmente? ¿Cómo es nuestro yo verdadero?
“Eso lo sabríamos si nos aisláramos del mundo” responderían algunos, pero no lo creo. No nos comportamos igual si estamos con nuestro parientes, con nuestros amigos, con un desconocido, con un profesor o completamente solos.
Y con el tiempo se dice que la gente cambia ¿cambiará realmente? ¿O simplemente liberará diferentes partes de su personalidad según las condiciones que se le presenten en la vida?

jueves, 18 de septiembre de 2008

Silencios



Tus ojos son la luz de mi condena...



Gloria despertó aterrada. No era la primera vez que sucedía. Intentaba explicar sus pesadillas, pero las imágenes del sueño se le hacían borrosas, como si una parte de ella evitara recordarlo.
No era la única que tenía malas noches. Desde hacía un mes toda la familia se levantaba temerosa, reinaba el silencio y la desconfianza. Incluso su padre, al que muy pocas cosas le asustaban, se movía con cautela mirando hacia todos lados, esperando que surga alguna desgracia.
En el desayuno nadie pronunció palabra. Cada uno estaba sumido en sus pensamientos. Consciente de esta falsa calma, Gloria extrañaba, con cada parte de su ser, su antigua vida, cuando solían reír y jugar juntos. Quería gritar, pero de su boca no salían más que mudos sollozos. No sabía el por qué de semejante cambio, pero intuía algo angustiante. Se daba cuenta que no eran los únicos que habían cambiado. Nadie quería salir de su casa, mucha gente desaparecía o volvía gravemente golpeada. El antiguo andar cansino del barrio se había convertido en un caminar presuroso, con la vista clavada en el piso y alejándose de algún perseguidor imaginario.
Al mediodía se marchó con su hermana Lara para ir al colegio. Iba muy cerca de ella. Era su protección, la única con la que todavía no había perdido confianza. Su alegría siempre le daba tranquilidad, pero por ese entonces no le veía siquiera una sonrisa. Los ojos que en un tiempo brillaban lúcidos y alegres se habían convertido en un pedido suplicante de ayuda.
Intentaba darle consuelo, aliviar esa pena compartida, pero no lograba mucho.
Al doblar en una esquina se estremecieron al ver a un grupo armado revisando a tres jóvenes. Les habían envuelto la cabeza con sus remeras y los tenían con las manos apoyadas en la pared. Uno de ellos tenía una mancha enorme de color morado en las costillas, le costaba mantenerse derecho, pero no tenía otra opción que aguantar el dolor, si hacía un movimiento que les resultara sospechoso a sus captores iba a ser muy probable que terminara con más de un golpe.
Las dos niñas, aterradas ante la escena, tardaron unos segundos en reaccionar y salir corriendo. Los hombres de verde no les dieron demasiada importancia y siguieron entreteniéndose con los detenidos.
Cuando llegaron al colegio apenas les quedaba aliento. No les sorprendió que nadie les preguntara la razón de semejante agitación. Era muy normal que la gente llegara agotada y con el rostro pálido.
Una vez recuperadas se separaron y se dirigieron a sus respectivas aulas.
Todo siguió su curso normal hasta que llegó la cuarta hora...
Cuando el timbre dio por terminado el recreo y la maestra hizo ademán de comenzar su clase, un fuerte ruido la interrumpió. Siguió un griterío. Eran las voces de los estudiantes en el pasillo central, pero no eran los gritos de alegría que daban los alumnos cuando faltaba un profesor, sino de miedo, de horror.
La maestra empalideció y echó a correr. Los demás, confundidos, asomanban las cabezas tímidamente por la puerta.
La más aterrada era Gloria. Sabía perfectamente que el aula de su querida hermana daba al pasillo central. Algunos de sus compañeros se quedaron ahí. Otros se dirigieron, con ella, hacia donde provenían los ruidos.
Cuando llegaron, casi se desmayan del susto. En el centro del corredor estaban los uniformes de la muerte, capturando a los estudiantes que corrían a la salida desesperados. Los que eran capturados luchaban con todas sus fuerzas por librarse, pero sus intentos eran inútiles, aunque lograran darle algún que otro golpe a sus perseguidores no tardaban mucho en terminar en el suelo atados y en algunos casos inconscientes.
Divisó a Lara entre medio de la multitud y corrió tras ella. Su hermana temblaba de pies a cabeza, incapaz de moverse. Intentó alentarla, al igual que sus amigos. Estaba tan pálida que de no haber sido porque respiraba cualquiera la hubiera dado por muerta.
Al ver que no reaccionaba la agarró del brazo y la arrastró. El brusco movimiento pareció devolverla a la realidad.
Ambas, de la mano, corrieron lo más rápido que podían. Pero al pasar cerca de uno de los carceleros, Gloria sintió un tirón fuerte en el brazo que le hizo soltar la mano de Lara. Se dio vuelta y la vio gritar desesperada, un lamento agudo y prolongado.
Lo último que pudo ver fue que le asestaban un golpe en la cabeza que la desplomó en el piso.
No logró hacer nada, uno de sus compañeros la tomó del brazo y la llevó a la salida. Todo era muy confuso, la gente gritaba y corría de acá para allá. Sus caras eran una mezcla de miedo y desesperación. Pero ella no los oía, lo único que escuchaba era la voz de su hermana, a lo lejos.
No prestó atención a lo que sucedía a su alrededor, ni siquiera se alegró cuando estuvieron a salvo del infierno. Su mirada vacía seguía perdida entre los momentos vividos.
La corrida fue agotadora. Cuando llegó a casa, su madre sollozó por su hija perdida, la que había quedado atrás, mientras que su padre padecía en silencio el vacío que lo consumía por dentro.
Esa noche, en su cuarto, la desdichada niña lloró y lloró por su hermana y por todas las desgracias ocurridas, hasta que sus lágrimas se agotaron. Miró por la ventana con la cara roja del llanto. En el cielo, todavía no del todo oscuro, se veía solo una nube. Primero no le prestó atención, pero después empezó a fijarse con más detenimiento. Tenía la forma de un rostro. Abrió bien los ojos al ver que la figura era idéntica a Lara. Pero no era la Lara asustada y callada de esas últimas semanas, sonreía. Antes de que la nube cambiara de forma le pareció ver que sus ojos brillaban, otra vez, lúcidos y alegres.